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Sobre la vocación filosófica*
Nimio de Anquín

I

Vocación significa llamado, y en consecuencia cuando de ella hablamos suponemos un sujeto y un objeto de la vocación. O sea el sujeto (vocatus) es llamado por el objeto. Porque indudablemente no puede haber una vocación sin sujeto, pues equivaldría a un llamado de la nada; ni tampoco sin objeto porque equivaldría a un movimiento también hacia la nada. ¿Quién es, pues, el sujeto de la vocación? Indudablemente el hombre racional, pues solamente se llama a quien es capaz de discernir. El bruto no tiene vocación, no siente un llamado, sino órdenes imperativas que le determinan a obrar en un sentido fatal escogido por otro, no por él. ¿Todo hombre tiene, entonces, una vocación? Sí, porque todos somos llamados a algo, pero naturalmente no siendo este llamado, esta vocación, un imperativo, cada uno la sigue o no la sigue. Si la sigue dará un sentido a su vida y si no la sigue seguramente será un fracasado. Sin embargo, no siempre el llamado es claro y preciso, y por eso el problema de la vocación. A veces hace falta un consejo o una orientación: el problema de la orientación vocacional es un problema de interpretación de un llamado oscuro, pero real. Se debe partir del principio de que todo hombre normal tiene una vocación.
Planteadas así las cosas, ¿en qué consiste la vocación filosófica? La respuesta importa una clasificación de las vocaciones. Mas, para no entrar en análisis complicados, digamos que hay vocaciones prácticas y teóricas. Por cierto que las vocaciones prácticas son la inmensa mayoría y no puede ser de otro modo, pues vivir es practicar o es hacer u obrar antes que pensar. Las vocaciones teóricas son la minoría porque corresponde al pensar en el sentido general del término, por ejemplo en el sentido del pensar de un abogado, de un médico o de un ingeniero y también de un maestro: a todas estas se las puede colocar en la línea de la vocación teórica. Hay otra forma de vocación que no es práctica ni teórica, que es la vocación por lo divino; su objeto pertenece al orden de lo sagrado y está más allá de aquellos dos tipos vocacionales que hemos mencionado. Entre la vocación teórica y la religiosa está la vocación artística que pertenece al mundo de la ejemplaridad de la belleza y que es más que teórica y menos que sagrada. ¿En dónde colocamos a la vocación filosófica? Desde luego, no en el orden práctico, pues no responde ni al obrar ni al hacer. No en el orden religioso porque no cae en orden de lo divino. No en el orden artístico porque no está regulada esencialmente por la ejemplaridad de la Belleza. Pero sí pertenece al orden teórico, mas no en el sentido grueso del término que es aplicable al pensar profesional, sino en el sentido del pensar puro, del pensar absoluto. La vocación filosófica es la del pensar en sí, o sea es de un pensar de esencias. Pensar de esencias es pensar en lo esencial de las cosas. Y como lo esencial de las cosas es su Ser, la vocación filosófica es la vocación del Ser de las cosas o del Ser a secas. Y por ello es un privilegio de pocos o de muy pocos.

II


¿Por qué la vocación del Ser, o sea de la filosofía, es privilegio de muy pocos? Dijimos en el diálogo anterior que por ser una vocación por la esencia de las cosas, y esto en realidad a muy pocos interesa. Pero el hecho de que interese a muy pocos no significa que sea sin importancia. Por el contrario, no solamente es de gran importancia, sino que en el orden humano es lo más importante que existe. Esto no es inteligible de inmediato porque para la generalidad, lo más importante que hay es la conquista de los medios materiales de vida para hacer efectivas la alimentación, la vivienda, las distracciones y, en fin, lograr todo aquello que se llama “un buen pasar”, lo cual, ciertamente, es muy lógico. Para quienes están en ese nivel, también son comprensibles las ciencias, como actividades prácticas y técnicas, y el arte como recreación. Pero allí se agota su inteligibilidad de las cosas del orden humano. Y, sin embargo, no es ese todo el orden humano ni es esencial a él. En efecto, la consecución de las formalidades que hemos enumerado es común a todos los seres vivientes y no específicamente al hombre, aunque en este aparezcan sublimadas: los animales en general se alimentan, construyen sus refugios y juegan; su técnica es perfecta y prácticamente se confunde con la ciencia en estado incoativo. La técnica (o sea la ciencia práctica) de la araña, abeja y hornero es perfecta y es milenariamente perfecta. Aún más, en ciertas actividades el hombre ha llegado tardíamente respecto a las bestias, por ejemplo en el nadar y en el volar y no llegará nunca ni a dominar ni el aire ni el agua, porque ni el volar ni el nadar son propios del hombre, sino respectivamente del pez y del ave. Siempre el hombre será allí un extraño, expuesto sin remedio a ser vencido por los elementos que le son ajenos, es decir, que no le son propios como la tierra de cuyo limo ha sido hecho. Nada de eso es, pues, esencial al hombre, como algo que sea de él y de nadie más.
Un filósofo, Max Scheler, afirmó en este siglo que lo constitutivo del hombre es su ser religioso, o que es el sujeto del valor de lo santo. Esto es más humano que lo anterior, porque solamente el hombre es un ser religioso y no el resto de los animales. Pero la verdad es que al hombre no lo definimos por su religiosidad, sino por su racionalidad. Decir, por ejemplo, que “el hombre es un animal religioso”, es comprensivo porque antes tácitamente hemos dicho que “el hombre es un animal racional”, pues lo religioso está comprendido en la especie racional, de la cual es una sub-especie. La religión natural (no la revelada) es propia del hombre como ser racional, pero no lo constituye esencialmente. Lo que constituye esencialmente al hombre es la razón, y por eso lo definimos con definición esencial como “animal racional”, según el género próximo y la diferencia específica.
Se verá ahora claramente por qué el indagar la esencia de las cosas —o su ser, como se dice en Filosofía— es una actividad altísima del hombre y la más importante de todas; y también se verá que no es ni puede ser para todos, sino para pocos. A la mayoría, a la casi totalidad, aquello que le interesa es lo práctico, técnico y teórico-práctico. Lo puramente teórico, es decir lo estrictamente racional-humano, es ajeno a la preocupación de la mayoría, la que solamente se siente atraída y apremiada por lo cotidiano. Lo que queda al margen de esta preocupación del hombre vulgar es indiferente o superfluo y en ciertas colectividades infrahumanas, vitando. Ya el sapientísimo Heráclito dijo: “el asno, entre el heno y el oro, se queda con el heno”. Digamos nosotros que para quedarse con el oro (con la sabiduría), se necesita saber oír la vocación del Ser. O simplemente ser un racional puro.

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  • Inédito. Se trata de dos alocuciones radiales pronunciadas en Santa Fe, en 1963.

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