Nimio de Anquín
El concepto que tengo de D. José Ortega y Gasset se vincula con el primer recuerdo que de él guardo. Allá por el año 1917 yo era estudiante de Derecho y fue por esa época que llegó a Córdoba en compañía de su padre, D. José Ortega y Munilla, invitado a dar una conferencia. Habló ante una sala colmada, sobre un tema filosófico que mi memoria no ha fijado. Esto no es accidental, pues, a los menos para mí, el tema resultó secundario en comparación con el espectáculo. Pues Ortega resultó un espectáculo retórico de la más egregia calidad. La naturaleza no lo había favorecido físicamente; más bien había sido indiferente con él, pero cuando comenzó a desplegar su oratoria desapareció su persona y solo se escuchó la música incomparable de su verbo.
Efectivamente, era un orador incomparable. No como Eugenio Montes, a quien escuché en la misma sala y que dominaba muy bien la tribuna. Montes era (y es aún seguramente) un expositor sin mucho atuendo retórico y su exposición es natural y espontánea; se lo sigue con complacencia e intimidad. Tampoco era Ortega como José María Pemán, orador académico y de bellos y majestuosos períodos prefabricados. Ni como Eugenio D’Ors, a quien seguí todo un curso, que lo sostuvo gallardamente, en un estilo de oratoria moderada sin demasiado efectismo retórico.
Don José era como la encarnación del verbo, a quien se le escuchaba sobrecogido, a cierta distancia como a la voz del Sinaí. Era una especie de “médium” que profería cosas arcanas, o un hierofante sibilino que comunicaba las fórmulas del misterio. Imagínese el lector lo que resultó Ortega para la Córdoba universitaria de esa época, ya a punto de derrumbarse. Unas horas antes el mismo auditorio había escuchado la lectura cruel de una memoria sobre el desarrollo milenario de no recuerdo qué institución de derecho público, hecha por un profesor que a la sazón se incorporaba a una academia universitaria. El contraste fue tremendo y contribuyó a realzar la fama del ilustre huésped. La impresión fundamental que dejó en nuestro medio juvenil fue la de un expositor insuperable, de un orador académico nunca igualado. En cuanto al contenido del discurso, se olvidó al día siguiente.
IMPRESIÓN DEFINITIVA
Tal fue la impresión que recogí en mi mocedad y esa primera impresión ha sido definitiva para mí, no en el sentido de menospreciar las calidades no retóricas de Ortega, sino en el de regular mi juicio respecto a su persona. Porque antes que nada, Ortega fue un cultor de la palabra y en cuanto tal resultaba fascinador, no solo cuando hablaba, sino también cuando escribía. Este es el secreto de su inmensa difusión, porque ambas calidades no se dan con frecuencia, asociadas. Cuando se dan significan que el orador no es un charlista, ni el escritor un pelma que piensa.
En la literatura española contemporánea no conozco nada que pueda compararse con el “Prólogo a un tratado de montería”, escrito para el libro del Conde de Yebes Veinte años de caza mayor. Es un prodigio literario en que la riqueza del léxico, especie de pedrería refulgente, va compensada con atisbos y reflexiones inesperadas, interpoladas aquí y allá con el ritmo del prosista que elabora su materia dejándose embriagar un poco por el tema. No puedo resistir una transcripción:
“La vida animal culmina en el miedo. Sortea el venado, certero, el obstáculo; con precisión milimétrica se enhebra, raudo por el hueco entre dos troncos. Hocico al venteo, corvo hacia atrás el cuello, deja gravitar a su paso la regia astamenta que equilibra su acrobacia, como el balancín la del funámbulo. Gana espacio con prisa de meteoro. Su pezuña apenas toca la tierra; más bien —como dice Nietzsche del bailarín— se limita a reconocerla con la punta del pie; reconocerla para eliminarla, para dejársela atrás. De súbito, sobre el lomo de un jaro aparece al cazador el ciervo; lo ve sesgar el cielo con garbo de constelación, lanzado allá al dispararse los resortes de sus cabos finísimos. El brinco de corzo o venado —y más aún el de ciertos antílopes— es, acaso, el acontecimiento más bonito que se da en la naturaleza. De nuevo gana el suelo a distancia, y acelera su fuga porque le andan ya en los jarretes resoplando los perros —los perros, fautores de todo este vértigo, que han transmitido al monte su genial frenesí y ahora, en pos de la pieza, con la lengua péndula, tendidos a todo su largo los cuerpos, galopan obsesos—: podenco, alano, sabueso, lebrel”.
Todo el Prólogo es así y quien ha penetrado en él queda cautivo y maravillado como ante el tesoro de Aladino. Prosa barroca, quizá, y sin la majestad inalterable de lo clásico, pero prosa, al cabo, que desborda vida, impulso, energía. Esta proclividad hacia lo vital fue primeramente aficionada a lo cotidiano, porque Ortega practicó demasiado la gacetilla para desligarse nunca de lo que pasa a cada instante.
El “Espectador” es título sugestivo, y en realidad toda su obra está animada de un hálito expectante, de un jadear por el “¿qué pasa?”. Los títulos de las diversas obras prometen más de lo que estas contienen, pues en definitiva todas se resuelven en recopilaciones, y algunas, no las menos, en gacetillas. No hay un solo libro de Ortega que desarrolle un tema único hasta agotarlo. Su atención era más inquieta que poderosa; era múltiple y dispersa y carecía del reposo necesario para incubar grandes y maduros pensamientos.
LA GRAN NOSTALGIA DE ORTEGA
Yo no niego que Ortega estuviese animado de interés filosófico, aunque no de pasión filosófica que es cosa distinta; por el contrario, creo que su gran nostalgia fue la filosofía. Pero menos que filósofo era un escritor genial, con los ojos muy abiertos y ganosos de no dejar escapar nada. Su preclara inteligencia era de una precisión de arma fina, pero carecía del sostén de una atención perseverante. Para ser filósofo no solo hay que saber ver, sino también saber construir. Quien ve las cosas puede acertar en su visión y hasta abarcar un horizonte o un universo, pero si quiere conocer en serio le será necesario reposar en él, morar en él y convivir en él con las cosas. Las cosas no entregan su misterio sino a quien traba amistad con ellas, y este proceso de conocimiento es largo y a veces ingrato. El haber visto un problema es el comienzo de una faena que con frecuencia (cuando hay pasión filosófica) consume una vida. Y después hay que saber construir, elaborar. La sillería de una construcción filosófica es grave y de ajuste difícil y paciente. No es el construir filosófico una tarea brillante que se preste a efusiones retóricas ni que entusiasme a auditorios ávidos de la novedad última.
INFIDELIDAD A LA FILOSOFÍA
Seguramente la debilidad de la atención de Ortega, desproporcionada con la agudeza de su mente (mente aguda, pero no profunda), se debió a una infidelidad a la filosofía misma, a cuyas exigencias ascéticas no se entregó jamás. Su constante e ininterrumpido vagar por los problemas le impidió enamorarse de ningún principio. Su inquietud le impidió aposentarse en nada y por ello su perfil humano no es el del sabio, sino el del explorador (anima quiescens fit sapiens).
Veía las cosas y las saludaba con su garboso estilo, pero las dejaba pasar o pasaba él de largo y apenas si se adueñaba de ninguna por un fugaz instante: era un veleidoso polígamo de ideas, pero al cabo el harén se le dispersaba en el tumulto del acontecer cotidiano. Sus hábitos periodísticos y su desamor crónico lo perdieron para la filosofía, aunque le dieron un lugar privilegiado en las letras hispanas, como el más eminente prosista de la mitad del siglo en que desplegó su genio retórico y su facundia inigualable.
¿Pero ello quiere decir que Ortega no fue filósofo? Sí, respondemos con franqueza, pero ello no significa que no filosofase a su modo. Ortega no filosofó jamás con un sentido de profundidad; solo navegaba en la superficie de las cosas, de las entidades allí estantes, sin penetrarlas, sin captar su alma esencial. Es en vano, por ello, que se busque en él una filosofía que sea un sistema de principios articulados, una fábrica asentada en sillares dispuestos con un sentido constructivo. La aptitud filosófica no se mide por la extensión de la obra y menos por la variedad de ella, sino por la profundidad y la unidad. Hay filósofos modernos que en este respecto son modelos, por ejemplo F. H. Bradley y Nicolai Hartmann. En ambos se da una facundia que no daña a la profundidad, y una ejemplar unidad. Hay otros de producción mezquina como Lachelier, pero de notable penetración o influencia. Otros como Ludwig Wittgenstein, cuya personalidad se acrecienta día a día y quien apenas nos ha dejado dos volúmenes de reflexiones apretadas, en que se advierte la pasión filosófica auténtica que le permite visiones abisales con un invariable rigor metódico. En ninguno de estos pensadores de primera línea hay lujo verbal, ni rebuscamientos paradójicos, ni retruécanos, ni siquiera una pasable intención literaria.
La prosa filosófica pura puede ser difícil como en Hegel y Heidegger, pero nunca lujosa; nunca exhibe atavíos deslumbrantes.
Todo lo contrario es la alquitarada prosa de Ortega. Indudablemente, si escribió así fue porque prestó atención preferente a su estilo, es decir que la atención que dedicó a su estilo se la quitó a su pensamiento. Pero quien es verdadero filósofo cuida solamente su pensamiento y deja que el estilo resulte de su pasión filosófica, que sea una dicción espontánea y natural de su mundo interior. En Ortega es visible el artificio, la preocupación social, el atuendo y el aliño rebuscado para la exhibición en el salón literario. Por eso su filosofar se trueca en opinar (filodoxia), en amable y seductora conversación; fue un incansable opinador y de allí su celo por ya haber dicho o previsto la última novedad, la última teoría.
Escribe, por ejemplo, en El tema de nuestro tiempo, pág. 226: “En la introducción a mi primer Espectador, aparecido en 1916, cuando aún no se había publicado nada sobre la teoría general de la relatividad, exponía yo brevemente esta doctrina perspectivista, dándole una amplitud que trasciende de la física y abarca toda la realidad”. Esta pequeña ambición de Ortega forma pareja de esta otra que transcribo de Teoría de Andalucía, pág. 182: “La irracionalidad de los principios en la cual desemboca el racionalismo —tesis hasta entonces (es decir hasta que la anuncia Ortega) no expresada formalmente y con ese decisivo sentido por nadie— proviene de que se entiende por razón la ‘razón pura’, esto es, la razón ‘sola’ y aparte; pero desaparece si se funda la razón ‘pura’ en la totalidad de la ‘razón vital’… Por eso, desde hace muchos años, califico mi actitud filosófica como racio-vitalismo. Ahora bien, esta faena de fusión o integración es la que El tema de nuestro tiempo plantea. Esto es lo que Dilthey ha QUERIDO decir y ha QUERIDO pensar sin acabar de poseerlo. Ahora lo entrevemos, gracias a la publicación póstuma de sus papeles, que se ha hecho bastantes años después que aquella obra mía apareciese”.
No haré más transcripciones, pues las dos son demasiado convincentes. Ortega, que había opinado de todo, habíase anticipado a Einstein y a Dilthey. Tan inocentes veleidades son inofensivas y ni aumentan ni disminuyen la gloria de Ortega, la cual sería exclusivamente literaria, si no fuese que el mundo de habla hispana le es deudor de haber fundado la escuela de traductores de la Revista de Occidente, que es en definitiva la escuela orteguiana que sobrevivirá a su esclarecido maestro.
* Publicado en Argentina Cristiana, Año II, nro. 14, págs. 18-19, Córdoba, 1956.