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Nimio De Anquín: El Hombre Occidental Ha Vivido Confundido Dos Mil Años*

Nimio de Anquín: El hombre occidental ha vivido confundido dos mil años*

En mis clases suelo reclamar a los muchachos dos condiciones fundamentales para que puedan seguir mi pensamiento: la primera, que tengan conciencia de la eternidad del Ser; la otra, la aptitud de advertir que vivimos en una nueva edad, no en el sentido de una renovación transitoria, sino en el sentido radical de algo totalmente nuevo: es lo que llamo nuevo eón, de acuerdo a una tradición griega. O sea, que el mundo, en el transcurso de su vida eterna, cumple una edad y asiste simultáneamente a la caducidad de todas sus instituciones y, desde luego, recomienza su existencia al penetrar en otra… 

 – …parecería que esta idea es irania y que está implícita en la escatología zarathústrica o zoroástrica. Pero Aristóteles la conceptualiza en su obra juvenil Sobre la Filosofía, donde enuncia la teoría de los ciclo eónicos, que tendrían como hitos a las grandes figuras históricas: así, después de Zarathustra, que señala un eón, sería Platón quien señalaría otro, a cuatro mil años de distancia.

En el silencio de la tarde y en la semipenumbra de la habitación, la voz de Nimio de Anquín constituye el único lujo a que asistimos. La figura ennoblecida del dueño de casa —pensamos mientras lo vemos sentarse a nuestro lado— despertaría, al menos, la unánime adhesión y reconocimiento de los medios universitarios en cualquier antigua ciudad europea u oriental, donde el pensamiento aún merece el respeto de quienes se saben actores transitorios del gran drama humano. Pero entre nosotros, en este lugar del mundo donde la vocinglería dirigida de unos pocos tapa el murmullo, firme y continuado del saber; donde cualquier arribista más o menos ilustrado se ve promovido a la jerarquía de “filósofo” merced al concurso de esa grosería tecnocrática y multinacional llamada “public relations”, ¿qué hacer con un filósofo verdadero, con un hombre sabio, cuyo pensamiento, continuamente elaborado, se engarza a los de los investigadores de las últimas y primeras causas? ¿Habrán de arar siempre en el mar de la sinrazón, arrojando semillas a los oscuros y profundos abismos de la vaciedad, de la nada más humillante y tenebrosa?

En realidad, al pasar a estas cuartillas el resumen de la entrevista que mantuvimos en Córdoba con ese hombre que nos habló admirativamente del trabajo que, durante veinticinco años consecutivos, realizara el autor del Index Aristotelicus, clasificando la obra del Estagirita palabra por palabra, no podemos menos que reconocer en él a ese maestro que, en un país tal vez con muchos profesores de todo, vive hondamente preocupado por las cosas fundamentales del Espíritu, cuya esencialidad desgranó ante nosotros pacientemente, a partir de premisas que iremos dejando, a modo de hitos demarcatorios, a lo largo de este reportaje. El que procuraremos realizar con la mayor verosimilitud posible.

El eón cristiano

– Como le iba diciendo, el eón griego se personifica en Platón y de él tenemos una cronología segura, además de una historia pormenorizada, por una tarea historiográfica puntual, tal como lo prueba la Griechische Geschichte de Bengtson. Pero un nuevo eón comienza con Cristo. Este habría tenido una duración menor al zarathústrico (y esto no indica nada en contra, pues el ritmo de la eternidad tiene compases distintos). Así, el eón cristiano habría durado dos mil años. Es decir, que su perduración será mayor que la del griego y tal vez menor que el zarathústrico. En cuanto a la característica esencial de estas duraciones yo las veo así: el zarathústrico es teogónico, el griego es ontológico, el cristiano teológico. Cuando alguno de estos eones pierde su característica esencial, se extingue. Veamos: las teogonías fueron reducidas a nada por el pensar conceptualizado de los griegos. A su vez, las construcciones cosmológicas de los helenos se derribaron ante el creacionismo judeo-cristiano. Ahora es el caso de preguntarse si el creacionismo que informa constitutivamente el eón cristiano ha caducado (cuando digo creacionismo comprendo toda la teología de la creación). ¿Quiere una respuesta sucinta a este interrogante vital? Pues bien: el tiempo que ahora vivimos me mueve a responder afirmativamente; todas las circunstancias que nos rodean nos dicen que el eón cristiano ha cumplido su ciclo…

Interrumpe su palabra el Maestro. Han llegado dos de sus hijos con el anuncio de una reunión familiar. Por un momento, el saloncito de estar, “vestido” sobriamente con muebles de diversos estilos, todos caracterizados por la sencillez, por una digna pobreza señorial, parece llenarse con el eco de las voces de una familia verdaderamente numerosa (no recordamos bien si hay una treintena de nietos), que acude a compartir alegrías con el patriarca. Cuando vuelve junto a nosotros, al retomar el hilo de su exposición, le preguntamos:

– ¿Es posible la exposición de este proceso (el cristiano) bimilenario, con alguna exactitud histórica?

Recordamos que Nimio entrecerró sus ojos, como quien “hace memoria”, para después dejar paso a la medida precisión de las palabras.

– ¡Claro que se puede! Pero como imagino no vamos a disponer de todas las páginas, apelaré a la síntesis. Después de los años inciertos de la época evangélica y de los Padres Apostólicos, el cristianismo se constituye, como catolicismo, en la religión de Europa, erigiéndose en la religión del Imperio Constantiniano. El cristianismo, que aspiraba a ser la única religión sin raza (pues fuera de él no hay ninguna religión sin raza), se asentó en el supósito de la raza blanca del Imperio. Desde entonces tomó un incremento colosal bajo el nombre de catolicismo. Y así, la historia del cristianismo llega a ser la historia la del catolicismo. Y, a su vez, la historia del catolicismo lo es la de Europa. La primera faz de esta historia es como una catábasis, un descenso poco más o menos analógico del cielo a la tierra. Su expresión ambiciosa es el ideal del Reino de Dios como arquetipo político. Inocencio III es quien expresa con mayor energía la convicción de ser un mediator Dei, una especie de hipóstasis humana entre Dios y los hombres. Pero Inocencio es el cenit de esa idea, bastante coherente, por lo demás, con un sentido agustiniano de la historia, aunque no tanto con la mente de la teología tomista. Después del siglo XIII, la fe cristiana comienza su descenso, que arrastra consigo a todo el orden institucional católico europeo, que era el único existente…

– …Hemos de prescindir de toda esa historia —por razones de espacio que, yo sé, esgrime el periodismo— y conformarnos con indicar tres presencias decisivas, que en siglo XIX constituyen como el remate de esta agonía. Las citaré por orden de aparición: la primera, cuando sale la Fenomenología del Espíritu, de Hegel, en 1807. Las segunda, la publicación de la Política Positiva de Augusto Comte, en 1851-1854, y la tercera, la edición del Manifiesto Comunista, de Marx y Engels, en 1884. Estos son tres hechos definitorios como expresiones del final del eón cristiano. ¿Por qué razones? Bien, podemos decir que hasta fines del XVIII todavía era efectiva, aunque muy debilitada, la inhabitación de Dios Creador en la conciencia del hombre y la Teología era inteligible. Pero ya el ujier, o sea la razón, estaba en la puerta del recinto de la conciencia, pidiendo el desalojo para el antiguo huésped, que regresaba después de dos mil años de ausencia. Este nuevo huésped era el Ser eterno grecoparmenídeo, cuyo alegato irrecusable lo constituía la Fenomenología del Espíritu, de Jorge Guillermo Federico Hegel. Esta obra, de inspiración demónica (dictada por un daimón, quiero decir), está compuesta alrededor de un solo concepto, el de Autoconciencia que, en su estructura tautológica, significa “inhabitación del Ser en la conciencia del hombre” o, también, “conciencia de la eternidad del Ser”…

Tomás de Aquino ha muerto

(Los itinerarios de la inteligencia, entre nosotros, resultan difíciles para los creadores originales del Pensamiento y, tal vez por esta razón pocas veces escrutada, ellos padecen con frecuencia esos dolorosos ostracismos que los apartan del núcleo nacional mientras, paradójicamente, fuera de nosotros, se los busca y apoya. Tal es el caso de Nimio de Anquín que, habiendo sido doctorado honoris causa por la alemana Universidad de Maguncia, como reconocimiento a su inmensa labor de investigación e indagación filosóficas, fue desposeído de sus pocas cátedras, sin más datos “contrarios” que su adscripción al movimiento que perdió el poder en 1955. Si lo recordamos aquí, en su homenaje, es porque, de ese modo, se lo condenaba doblemente: a la pobreza material, de una parte, y a perder el necesario contacto con los jóvenes que de él aprendían que no existe verdadera ciencia sin la paciente búsqueda que convierte al hombre pretérito en el compañero de todos los días).

– Perdone, Maestro, pero ¿a qué denomina usted inhabitación?

– Eso es bien simple y se lo voy a explicar antes de continuar con el tema: el hombre, o sea la conciencia del hombre, es como una casa que espera siempre un huésped. El hombre no puede vivir sin el huésped, que es el sostén de la casa, o sea que es la razón de la casa. Sin el huésped no se explica la casa. Es decir, no se explica el hombre. ¿Quién es este huésped que inhabita la conciencia del hombre? ¿O hay más de un huésped? ¿Hay espacio para otra inhabitación de otro huésped? Históricamente, es posible afirmar la presencia de dos inhabitaciones posibles y excluyentes. Son estas: la inhabitación del Ser eterno en la conciencia del hombre, y la inhabitación en la conciencia del hombre, de Dios Creador…

– Retomando su pensamiento, hemos de volver al concepto de autoconciencia demónica de Hegel. 

– De acuerdo. Le iba a decir —y le digo ahora—, que la consecuencia del retorno del Ser eterno provoca el oscurecimiento inmediato de la idea de Dios creador. Es el momento histórico en que el Dios teológico desaparece: no que haya muerto, porque no se puede declarar muerto a quien no se conoce, sino que su presencia misteriosa es declarada innecesaria. En este sentido se debe entender el ateísmo contemporáneo, que no niega la existencia de Dios creador (no se puede naturalmente o filosóficamente ni negar ni afirmar la existencia de Dios), sino que declara innecesaria su presencia, por ser el mundo eterno. Con ello se decreta simultáneamente el fenecimiento de toda teología de la creación, o sea de toda la teología, que es la teoría del cristianismo. El cristianismo sin teología queda vacío. No puede haber un cristianismo sin contenido teológico trinitario, pues solamente así se puede dar la Encarnación del Verbo que hará efectiva la redención de la creatura signada por el pecado original. Pero la nueva teología no empieza por allí. Toda la especulación trinitaria y su proyección creadora-redentora es remitida a la esfera mítica y fundamentalmente ligada al gnosticismo. La llamada teología liberal planteó el problema de si era posible la eliminación de las “afirmaciones mitológicas” del Nuevo Testamento, como punto de partida de una comprensión adecuada de la palabra evangélica…

– He leído en uno de sus trabajos, precisamente, que el teólogo protestante Rudolf Bultmann se ocupa de tan espinoso tema…

– ¡Por supuesto, Bultmann! Tiene una famosa memoria (“Nuevo Testamento y Mitología”), si mal no recuerdo de 1948. Allí da él un sentido positivo al problema y afirma que la predicación de la Palabra no tiene un sentido histórico o en todo caso mítico, sino de interioridad escatológica o de fe viva en ella. Con esto, la Apologética, que ocupaba un lugar preponderante en la enseñanza de los seminarios, pierde contenido o razón de ser, y tampoco tiene sentido la Teología Especulativa. Toda la actividad del cristianismo deriva de la predicación o kerigma evangélico, bajo un signo existencial, lo cual proyecta al primer plano al “misterio de la salvación”, actitud claramente luterana que cada vez gana más adeptos en la teología católica…

– ¿Sabe, Maestro, que su razonamiento me hace tener presente a Péguy, que declaró muerto y enterrado a Santo Tomás de Aquino?

– ¡Efectivamente! Porque todo cuanto le estoy señalando nos ha llevado a una Teología desligada del orden histórico y, por supuesto, del orden científico, toda vez que no se compromete con el problema de la creación y deja abierta, como al descuido, la posibilidad de la convivencia religiosa con la Autoconciencia. Se trata, a todas luces, de un cristianismo de postrimería, sin la presencia objetiva y viva de los Misterios que informaban esencialmente a la Teología Especulativa, ahora silenciosa. Tenía razón Charles Péguy, solo que no advirtió lo que el óbito del Santo significaba. En realidad significaba los funerales de la Teología Especulativa, o sea, de la Teología trinitaria de la creación y del Verbo encarnado. Péguy era católico, pero estaba enceguecido por la ilusión bergsoniana. La misma Evolución creadora era una manifestación del Ser increado y eterno. El eón cristiano ya había terminado.

El Ser eterno

Córdoba, en las mañanas de la primavera, cuando el sol comienza a teñir de morado color el contorno de la montaña cercana, se llena de perfumes vitales de la vida, que le hacen pensar a uno que se encuentra en los añorados jardines del Edén. Una de esas mañanas claras hasta la diafanidad, nos encontró en el pequeño jardín de la casa del Maestro. Era nuestra tercera conversación y la iniciamos, mientras el mate pasaba de sus manos a las nuestras y viceversa, retomando el último concepto del día anterior, acerca de la finalización del eón cristiano…

– Claro que mi afirmación es puramente histórica y no significa un juicio de valor acerca del cristianismo, ni tampoco acerca de su perennidad teológica sustraída al tiempo y al acontecer mundano. Mi concepción se basa en la conciencia de tiempos sucesivos, de eón, posiblemente de origen iranio pero que pasó a los griegos, y que daba cuenta de un ritmo eterno de los tiempos: era una especie de “compás” de la eternidad, o era la eternidad misma “acompasada”. De Aieon es el Reino, dice Heráclito, o sea que la eternidad es el Reino. El compás del eón era el tiempo, Kronos en sentido platónico, que yo llamo “tiempo mortal”, y que explicito como compás de la eternidad. Ahora bien: el judeo-cristianismo paralizó el ritmo de la duración con el principio de kairós, que significa el “instante decisivo”, el único y final, a partir del cual “no habrá más tiempo” (Apoc. 10, 8). Ha sido desde entonces que comenzó la pérdida de la conciencia de “tiempo sucesivo”, porque ya no hay o no habrá más eones, sino uno solo (una plenitud de eones), pues el instante decisivo hace morir el tiempo, que desde entonces es tiempo mortal cuyo límite es el kairós, el punto final. La conciencia cristiana tiene un eón único y definitivo, y es impenetrable al tiempo eónico sucesivo y acompasado, que no late más en las venas de la creatura. Este es el hecho que inmoviliza toda la historia del pensamiento occidental durante poco más de dos mil años. Las cosas están consumadas ya en la “plenitud de los tiempos”, o sea, en el eón postrero e irrepetible…

– …La verdad es que todos los cristianos nos movemos en los límites de un solo eón, sin posibilidad de desbordarlo. Por ello, si no incomprensible, nos resulta extraño el pensamiento del “tiempo sucesivo”, que hace posible aquella preocupación tan natural de la Antigüedad acerca del Gran Año, que está en todos los pensadores precristianos. Esta conciencia del tiempo eónico es natural, no un presentimiento escatológico. Es una determinación racional: no es más que el compás de la eternidad medido por una duración armónica y, por tanto, rítmica, en que se van generando las cosas o los mundos eternamente. Ahora bien, de acuerdo a la realidad histórica, la única que nos es accesible, parece que la asunción de los eones por el kairós que los paraliza en su devenir, o los aniquilaría según la promesa apocalíptica, no es posible. Ha ocurrido justamente lo contrario: en vez de haber asumido el kairós de los eones, estos lo han desbordado, o sea, lo han transformado en el éon cristiano o en el Gran Año Cristiano, lo que significa su secularización irremediable. Basado en estas consideraciones, he afirmado que el eón cristiano ha terminado como terminan todas las cosas humanas, en el mecanismo de la historia. Si el kairós se ha consumado, su presencia excede mi conocimiento.

– Maestro, usted afirma que el hombre es un ser en razón de estas cosas posibles: a) el hombre es porque es un ser, o b) el hombre es un ente porque es un ente del Ser. Y también que esto podría resultar una tautología, pero ser ente del Ser significa ser una manifestación del Ser. Y añade todavía (en “De las dos inhabitaciones en el hombre”): “De manera que si en el fondo hubiera una tautología, resultaría imposible remediarla, pero debemos advertir en descargo de esta imposibilidad, que todo el pensar griego es tautológico porque es inmanente”. Nuestra pregunta es: ¿se alcanza por esos caminos del conocimiento la existencia del Ser Eterno?

(Pensamos, mientras le hacemos esta pregunta, en el anacronismo del criollo adminículo del mate, entre esos vocablos kairós, eón, inhabitación… pero no es así, porque en “Martín Fierro” encontramos estas mismas verdades dichas a lo gaucho).

– Aquí tengo que decirle algo muy personal, porque usted acaba de señalar el punto de partida de la reflexión filosófica del pueblo griego. Y ese algo es que, para mí, el pueblo griego es el elegido por su inteligencia. Esta creencia me lleva a la afirmación de que, para nosotros, en nuestro meridiano cultural, no hay ni puede haber otra ejemplaridad que la cultura griega clásica, en su puridad originaria. En Grecia nació la filosofía como ciencia del Ser, o sea, que nació la filosofía absolutamente y para siempre, porque no hay ni puede haber otra filosofía que la filosofía del Ser. Con ello queda dicho que en los griegos no hay conciencia de creación. El Ser Eterno y la Creación se excluyen. Es lo uno o lo otro: o el Ser ha sido creado o en caso contrario es eterno. Y si es eterno es inmanente, es decir, no es trascendente. Si ha sido creado será trascendente, no inmanente. Si es inmanente tendrá su razón de ser en sí mismo, pero si es trascendente tendrá su razón de ser en otro. Por más que inquiramos en la tradición griega, tanto arcaica como presocrática y también postaristotélica, no encontraremos ni un solo atisbo de la Creación. Por el contrario, mientras más avanzamos en la consulta filosófica griega, se irá fortificando nuestra convicción de que para aquel pueblo no hubo otra razón de ser que el Ser mismo, eterno e inmanente.

Recuerdo del estagirita

Hicimos un paréntesis, en la última conversación con el Maestro —dos días después de la mañanera mateada— para recordar la figura y el genio de Aristóteles, puesto que Nimio de Anquín es el filósofo de esta parte del mundo que más detenidamente ha investigado y estudiado al Estagirita, compartiendo muchos puntos de vista con el mayor aristotélico contemporáneo, el alemán Werner Jaeger. Del educador de Alejandro, Nimio habla cálidamente, como un ser humano vivo y palpitante cuyo pensamiento es digno, no solamente de compartirse sino de disfrutarlo…

– ¡Aristóteles! Me emociona el solo hecho de pronunciar su nombre. Fue el último de los filósofos constructores. Todo lo que viene después de él, es episódico. Sus libros son el compendio de la sabiduría griega, que es como decir de la sabiduría humana. Su originalidad es el saber pensar lógicamente: es el creador de la lógica, pero no la creó a partir de la nada, por lo cual sería más adecuado decir que fue el inventor de la lógica. Fue desde 1923, cuando Werner Jaeger publica su colosal estudio sobre el Estagirita, cuando la figura de este pierde toda la rigidez escolástica, y se humaniza definitivamente, para bien de toda la humanidad. Como Platón, y quizá más que Platón, conoció todo lo cognoscible de su época. Pero tenía, respecto del filósofo del Timeo, la notoria desventaja de carecer de sensibilidad para el mundo del eros y del mito. Tal vez en los Diálogos, en el Protréptico y en De la Filosofía, esa insensibilidad no haya sido tanta, pero la perdió luego, cuando creció su vocación por la physis. Filósofo fue siempre y ha quedado en la historia como un prototipo. Es el maestro de los que saben. Respecto al Ser, llevó a cabo un reajuste conceptual y categorizó sus aspectos diversos, al par que fijaba la significación  de las voces con un rigor notable. Sus interpretaciones, sin embargo, eran demasiado sistemáticas para reflejar la vivencia primitiva en su origineidad inerrante. Trata a los presocráticos como filósofos elementales, que consideran los problemas solo desde el punto de vista de la “causa material”, sin advertir que la distinción de causa material y formal es una formulación personal, pero no necesariamente de la realidad. La vocación a la llamada “causa material” es, en puridad, una vocación a la presencia sin la mediación del concepto, pero esto, Aristóteles no lo entendió, pues estaba ya a gran distancia de aquella situación única, acrecentada por su insensibilidad para el mundo del eros y del mito. De otra parte, Grecia había perdido gran parte de su frescura espiritual y se aproximaba el fin del primer imperio alejandrino…

– …Del naci-ente se iba al poni-ente a paso acelerado. A pesar de lo que afirmen los intérpretes escolásticos, el Ser de Aristóteles no se abre a la trascendencia. Si alguna vez aceptó el agathón platónico (pudo ser en su juventud), su devoción responsable estuvo de parte del Ser en tanto que Ser, y su metafísica gira toda en torno a este tema magno. Su lógica de la potencia y el acto es un desplazamiento ascético más que ontológico, pues la substancia es la misma, pero solamente vista según el criterio del más y el menos: el mínimo acto es la potencia, pues no puede darse el aniquilamiento de la potencia; y, por ello, el proceso ontológico se reduce, en realidad, a solo el acto. Que en su extremo mínimo se llama potencia y en su extremo máximo se llama acto puro.

– Por ese camino de su pensamiento, Maestro, Aristóteles “administró” lo que podríamos denominar pareja Materia y Forma. La forma es, como dice usted en “Las dos inhabitaciones…”, la inteligibilidad máxima, y la materia la inteligibilidad mínima…

 – ¡Por supuesto que sí! Porque si a la materia no se la reduce a la nada —lo cual, grecamente es imposible—, el proceso se extiende de una inteligibilidad mínima a una inteligibilidad máxima o absoluta. Y así, de este modo, se llega a la conclusión rigurosa de que el Ser es el Acto puro y la Forma pura. Solamente por una ofuscación bimilenaria, se ha podido atribuir a Aristóteles una apertura a la trascendencia; la filosofía aristotélica, tan reciamente construida sobre una lógica admirable —lógica tautológica por cierto—, es el monumento más compacto erigido al Ser eterno e inmanente.

Habíamos llegado a un punto, en nuestra conversación con el filósofo cordobés (“he nacido y me he criado en la Córdoba de los jesuitas y los franciscanos”), en que teníamos que recaer en el tomismo y en la idea de un Dios creador y de su máxima creación: la creatura humana, para plantearnos la raíz de tanto desaguisado ético-espiritual como advertimos en el mundo contemporáneo (y del cual, por ejemplo, la última demostración pública mundial, fue el triste suceso de la Guyana. Por supuesto que este aún no se conocía en los días de la presente entrevista). 

– Pienso que no fue con menor indignación que la de los cristianos actuales (debilitados en su fe pero todavía leales por la gracia) cuando oyen mentar “la muerte de Dios” por los neo-paganos, que los griegos de la época helenística escucharon a San Pablo aquella terminante afirmación: “las cosas viejas pasaron, he aquí se han hecho todas nuevas” (2 Cor. V, 17). Dentro de cuanto llevamos conversado, esa sentencia equivalía a esta otra: “pasó el imperio del Ser, comienza ahora el reino del Creador”. El Apóstol no declaró muerto al Ser, sino “olvidado” fundamentalmente. El verbo parerkhomai significa un olvido absoluto. Pero se puede interpretar también en forma activa: el Ser se ha ocultado. Un ocultamiento del Ser griego que corresponde al ocultamiento de Dios cristiano. Así, pues, el nuevo huésped no entraba a una habitación de muerte sino en un recinto de olvido. Su deslumbrante presencia desvanecía la figura del antiguo huésped, anonadado pero no aniquilado. No podía ser aniquilado y desalojado totalmente porque el hombre es, ontológicamente, un animal racional, es un ente del Ser y solo accidentalmente una creatura del Creador…

Este Dios Creador, que gana la conciencia del hombre para inhabitarla por la eviternidad o definitivamente, pues la esperanza mesiánica se había cumplido en Cristo, se ofrece como misterio escondido desde siglos, pero revelado ahora, mientras que, por otra parte, aparece también como tiniebla impenetrable. En la primitiva fe del cristiano había estos dos aspectos asociados hasta cierto punto, pero no identificados. Sin embargo, convivieron ambos y conviven hasta hoy, de tal modo que dan a la fisionomía del creyente una cierta equivocidad: por un lado, el cristianismo reposa en la certidumbre del misterio revelado y conocido como tal en la fe; y por otro, el Creador le aparece como “Deus absconditus”, inaccesible y oculto en la tiniebla impenetrable.

– Está allí, Maestro, implícito el ágape, la filialidad esperanzada de la creatura.

– Sí, pero también existe la impronta secundaria, pero real, que viene del Antiguo Testamento y tiene un matiz de servidumbre y de fe ciega. Naturalmente que Dios creador debe estar oculto y nunca podrá ser mostrable, pues creó desde la Nada, el mayor irracional enunciable o imaginable, ya que no concebible, porque no cabe en ningún concepto. Pero el ocultamiento no es igual para quien cree con amor que para quien cree con temor, pues el amor une, mientras que el temor separa.

– Estas proposiciones suyas, que incluyen la existencia de tres hombres bien definidos (el homo capax entis: el hombre capaz de ser por sí mismo; el homo capax Dei: el hombre que existe por Dios y el homo capax resignationis: el hombre resignado, que se corresponde, por el mismo orden, con el hombre griego, el hombre judeo-cristiano y el hombre budista), entran en franca desarmonía con los postulados teológicos de Santo Tomás.

– Usted lo ha expresado: “con los postulados teológicos”. Y es que Tomás no era filósofo, sino teólogo. Por eso existe oposición entre mis proposiciones y el tomismo. El de Aquino nos habla constantemente de la creatura. Y así, el homo capax Dei es puesto ante la Nada y esto lo lleva a la alienación que padecemos contemporáneamente, porque el hombre no participa de Dios, está subsumido por la Creación. Por eso no debemos olvidar que ya Nietzsche nos habla de la muerte de Dios. Porque teológicamente no hay participación, por cuanto la creación no es participación, que significaría un comienzo de univocidad. La participación no es ni puede ser una preocupación teológica, porque es exclusivamente metafísica.

El nuevo eón y Dios

Final. Debía llegar el momento en que diéramos por terminada la entrevista. La morosidad del tiempo impone al periodista, siempre y en todo lugar, al margen mismo de lo entrañable que le resulte el tratamiento del tema propuesto, un tiempo-límite. Había llegado ese momento la tarde que, visitando el ennoblecido edificio de Monserrat (del que Nimio fue alumno y profesor en “aquella Córdoba de las campanas” de que nos habla Capdevilla), le preguntamos: ¿Vivimos, ya, un nuevo eón? ¿Nos trae Esperanza a los hombres?

– Evidentemente, existe y se ha iniciado hace unos cien años. Este nuevo eón lleva el signo del Ser eterno. El regreso a la conciencia del hombre de su viejo huésped ha planteado el problema de desalojo del otro huésped: Dios creador ha residido durante dos milenios en la conciencia del hombre occidental, y bajo su presencia el ente racional se transformó en creatura. La historia futura nos informará de la profundidad y perennidad de esa transformación, en el supuesto de que se haya consumado. Por de pronto, habrá que resolver el pleito de desalojo y comprobar si este puede ser absoluto o relativo. Creo que la solución justa depende de la compatibilidad que se deduzca con el dueño de casa, que es el Ser eterno…

– …Una consideración teológica es inevitable. El cristianismo, en efecto, tiene su razón única y absoluta en Jesucristo, hijo de María y del Espíritu Santo. El viejo catecismo que aprendí en mi infancia preguntaba: ¿qué quiere decir cristianismo? Y respondía: hombre de Cristo. Es el principio y el fin del cristianismo. Es el mediador entre el Padre y los hombres, y la unión hipostática asegura la participación analógica de Aquél a estos y de estos a Aquél. Pero el misterio del Mediador que lleva a cabo la reconciliación del Padre con la creatura hijo, es solo pensable por la presencia de un Dios trinitario que comunica su esencia agapística a la creación en la cual el hombre es obra del Espíritu Santo, que engendra al Niño Dios en la pureza de María. Dios es su imagen. La emisión del amor divino por el misterio de la Encarnación se abre a la creación, que recibe así, a través del Hijo amado, la luz infinita que llegará hasta la kénosis para redimir al hombre caído en el pecado.  

– Lo que usted ha dicho destaca la apertura de Dios creador al hombre. Pero este Dios no es solo para sí, sino también para otros…

– ¡Naturalmente! Y es que las proposiciones divinas no son tautológicas como en la trinitariedad procliana, sino animadas por una vida creadora en que predomina la caridad, la cual termina por desbordar el misterio de la Encarnación, que, humanamente vista, estimula al hombre para una autoteosis. O, por lo menos, suscita en él una Esperanza de filialidad participada. Además, es una religión accesible a toda creatura, sin diferencia de raza, porque el cristianismo no es exclusividad ni de judíos ni de griegos. Es, como dice Pablo, el tertium genus, o sea que no depende de la sangre sino del espíritu. Estas y otras características de la conciencia cristiana, tienden a disminuir hasta el extremo la equivocidad de Dios y la creatura. Ciertamente que no la suprime, pero la creatura hijo de Dios agapístico no se siente un desterrado del reino de lo divino. Cuando su fe es real y profunda, está en el límite de esa experiencia y, aunque no cae en la tentación luciferina de la identidad, tiene conciencia de la grandeza de una participación posible en una analogía generosa que el Padre puede otorgar en un movimiento de su infinita caridad.






 

* Publicado en la revista Pájaro de Fuego, Buenos Aires, Año II, nro. 12, págs. 40-46, de enero de 1979. Se trata de una “nota-entrevista”, compuesta con base en textos de Nimio de Anquín publicados con anterioridad.

 

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