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Apuntes Para Ockham*

Apuntes para Ockham*

Nimio de Anquín

 

La primera tarea de O. ha sido expurgar la concepción del universo de todo el platonismo que sus predecesores no acertaron a eliminar. Condenó así las tentativas de quienes trataban de explicar el mundo existente por otro universo ideal que sería de aquel arquetipo y modelo. Ahora estamos, pues, ante un mundo que se basta a sí mismo y que no busca en otro su razón de existir. Estamos en la línea de Aristóteles y de Averroes. ¿Indagaremos con estos las leyes internas que dan al mundo subsistente per se su propia necesidad? ¿Reclamaremos a este mundo que nos revela su lógica: lógica del ser que, al responder a la lógica del espíritu justificará y fundará nuestro saber? La respuesta a estos interrogantes llevará a O. a negar sucesivamente la mayoría de los principios de la ontología aristotélica. Pero no lo hará en forma franca y violenta.

Para comenzar, recordemos que el aristotelismo se caracteriza esencialmente por buscar en las condiciones de existencia y en la estructura íntima de los seres, una lógica análoga a la que descubre el pensamiento cuando trata de definir el modo de encadenamiento de sus conceptos. Esta suerte de panlogismo hace difícilmente asimilable el aristotelismo por un pensador moderno. ¿Cómo reducir la complejidad del universo a un proceso lógico exclusivo y riguroso? ¿Cómo pretender deducir de algunos axiomas a priori la complejidad y la multiplicidad, supuestas implícitas en ellos, y tan lentas a ser descubiertas por la investigación directa? Estas cuestiones propias del mundo moderno avanzado no fueron así formuladas por O., pero implícitamente están en su filosofía.

Veamos, para convencernos, los problemas del ser y de la esencia y la existencia. Cuando los metafísicos del siglo XIII ensayaron deducir  el concepto generalísimo o primero que rige a todos los demás que podemos formarnos acerca de la realidad existente, remataron en la noción de “ser”. Luego, la lógica del universo debe proceder de las exigencias lógicas del “ser” porque todo lo que constituye a aquel, por diversas formas, de este último procede. Tal es el punto de partida de la metafísica para los filósofos de 1250 a 1325. O. acepta esta exigencia y afirma que todo conocimiento directo de una cosa permite al espíritu formular sobre ella un juicio de “existencia”: “notitia intuitiva rei est talis notitia, virtute cujus potest sciriutrum res sit vel non; si scit quos sit res, statim judicat intellectus rem esse et evidenter concludit eam esse”. Sé que el objeto que veo está presente delante de mis ojos y que se sitúa en el espacio en el momento mismo en que lo percibo. Solamente tenemos que hacer conceptos generales para llegar a este conocimiento evidente de la existencia. La inteligencia no procede de lo desconocido a lo conocido, sino de lo determinado a lo indeterminado. Un ser particular puede ser conocido sin que el espíritu tenga la menor noción de los conceptos generales del “ser” y del “uno”. Los doctores modernos nos invitan a investigar la “quididad” de los seres, lo que son en sí. Respuesta: “No se puede saber lo que es un ser (quid est) sin el conocimiento intuitivo que nos permite saber si este ser es, ha sido o será. Sino ¿cómo podríamos determinar si este ser es posible en la naturaleza de las cosas, y si la significación que atribuimos a nuestro concepto no es contradictorio?” (“Non potest sciri ‘quid est’ sine notitia qua scitur hoc esse vel fuisse vel futurum esse: quia aliter naturaliter non potest sciri ese possibile in rerum natura, et quod quid nominis non includit contradictionem.”). 

He allí, pues, un primer punto bien establecido. Si quiero dar un sentido preciso a la noción de “ser”, debo referirme al conocimiento evidente que yo tengo de la “existencia” de los seres particulares. Lo que es, es lo que existe. A partir de esta primera afirmación podemos evitar toda una serie de discusiones que hacían sudar a los teólogos del siglo XIII: sobre la esencia y la existencia, sobre la univocidad y la analogía del ser. O. no vacila en mostrar la vacuidad de la distinción que se pretende establecer dentro del “ser”, de un “ese essentiae” y un “ese existentiae”, que corresponderían: el 1° al “ser” en potencia, a un arquetipo que debe servir de molde o ideal a las realidades existentes; y el 2° corresponde al acto mismo de existir, situando en lo real contingente e individual, la esencia universal. Santo Tomás, que adoptó esta distinción real, hizo de ella uno de los puntos de apoyo capitales de su metafísica y dio con ello al aristotelismo un sentido nuevo. Pero la distinción tomista no fue aceptada por todos. La contradijeron: Sigerio de Brabante, Godofredo de Fontaines, Duns Scot y Pedro Auriol. O. se limita a afirmar la imposibilidad de distinguir dentro de la noción de ser los dos principios conjugados como lo propone santo Tomás. No hay un “ese essentiae” y un “ese existentiae”. “Ser” y “Existir” son rigurosamente sinónimos. Luego, el “ser” no es más que el concepto más general que conviene a cada una de nuestras intuiciones directas de objetos existentes. No podemos hallar en él otra cosa que lo que hemos puesto en nuestro punto de partida: un simple juicio de existencia.

En consecuencia, es una cuestión perfectamente ociosa la discusión acerca de la univocidad del ser. Scot pretende que el primer concepto que puede captar el espíritu es el “ser” y que así él entra directamente en contacto con un principio común (unívoco) a Dios y a todo el universo. Santo Tomás, por el contrario, piensa que solamente podemos elevarnos a la concepción de Dios razonando por analogía con lo que experimentamos en el mundo creado. O. rechaza la distinción tomista y acepta el principio escotista de la univocidad, pero le atribuye una proyección puramente verbal. En efecto, ya vimos que consideraba inútil partir de un concepto primero general del “ser” para conocer un ser particular. Si el “ser” es unívoco, lo será en un sentido muy diverso al de Scot. Los animales que veo existen, la tierra existe, yo existo, y de múltiples raciocinios deduzco que deben existir otros seres que no conozco directamente, pero cuya existencia es cierta o probable. Y es así que puedo tener por demostrado o a lo menos por admisible y aun por probable, la existencia de Dios (un mundo sin Dios sería inteligible). El concepto mental por el cual expreso esta cualidad común de “existir” es el concepto de “ser”. No habría, pues, por qué extrañarse al comprobar que este concepto se aplica tanto a Dios como a las creaturas: una evidencia a la que uno puede rendirse, sin necesidad, como lo hace Scot, de señalar el abismo que existe entre el “ser increado” y el “ser creado”. Esta actitud se debe a que O., mucho más que Scot, está íntimamente persuadido que el concepto “ultra comun” solo corresponde en lo real, a la diversidad de los existentes. Cuando, para imaginar la existencia de Dios, somos obligados a referirnos a la noción de existencia que deducimos del conocimiento directo de los seres creados, no quiere decir que atribuyamos a Dios una propiedad que Él comparte con los otros seres. Los tomistas se equivocan cuando afirman que la univocidad del ser conduce al panteísmo. El cristiano conserva la convicción de la imposibilidad de toda medida común entre Dios y lo creado, porque un término, una palabra, no es una medida. La palabra “ser” no es más que una etiqueta bajo la cual el espíritu puede situar las cosas más desemejantes con tal que ellas existan. En este sentido el concepto de “ser” es común a Dios y a las creaturas, y ello no significa, como lo pensaba Scot, que el “ser” es la más general de las realidades universales. El “ser” no es una realidad, es un concepto que resume realidades, todas las realidades existentes. Desde este punto de vista, las tesis tomistas sobre la analogía del ser son superfluas. No tenemos para qué buscar la razón de los diversos existentes en su participación analógica a una realidad separada: al ser en sí, “ipsum ese”, al “ser trascendente y necesario” que solo existe en sí y por sí: Dios. Por cierto que O. no opone dificultad alguna a aceptar como una verdad de fe indemostrable que Dios es la omnipotencia misma, su acción continua sobre la creación, su concurso activo con todo lo que existe, que Él es el conservador eterno y necesario de todos los seres. Pero estos datos de la fe no tienen para él el valor de verdades racionales. En todo caso de ninguna manera le parece necesario para “salvar” la verdad de la fe, imaginar a Dios como el “ser en sí” del que participarían de un modo menor las creaturas. Si Dios es aquello por lo que las cosas son (quo est) es por ser su causa exterior, no la causa intrínseca de su ser.

FORMA Y MATERIA. Aristotélicamente hablando, los principios de la generación y de la corrupción son tres: el primero es la materia concebida como pura potencialidad, aptitud a devenir otra cosa, apelación a lo desconocido, espera de “lo por venir”. El segundo es la forma que orienta la virtualidad indecisa de la materia en un dinamismo preciso, la moldea en el contorno de leyes estables, es la energía determinante. El tercero es la privación, la fuerza de descomposición que desanuda la unión de la forma y de la materia para liberar el devenir y orientarlo hacia la adquisición de nuevas formas y a la creación de nuevos seres. O. intentará destruir la síntesis de estos tres principios. Primeramente, sostiene que el “devenir” ha sido malentendido al traducirlo como la expresión del perpetuo dinamismo que anima, transforma y propulsa al existente. Las cosas son lo que son y unas desaparecen para dejar lugar a otras. Esta sucesión temporal no se aclara con la noción de potencia y de devenir. Se debe interpretar el aristotelismo en un sentido más estático transformando el análisis de los “principios del devenir” en un análisis de los “componentes de las cosas existentes”. Pues O. cree con Aristóteles que todo lo que existe es compuesto. Esto le permite explicar la generación y la corrupción de los seres por un movimiento de composición y descomposición. O sea que los seres existentes son constituidos por la reunión momentánea de dos componentes cuya separación causa la muerte de cada ser. Estos dos componentes son la materia y la forma. No se trata más de principios metafísicos, se trata de realidades positivas, de “res positae”, que jamás existen separadamente, sino que tienen cada una una realidad propia dentro del compuesto. Son complementarias mutuamente y no pueden existir una sin otra. Al separarse desaparecen para dejar su lugar a nuevos componentes. Materias y formas nunca son semejantes a sí mismas en los diversos individuos: unas y otras tienen cualidades y extensión propias. Véanse algunas sentencias: “Materia et forma sunt res positivae”; “Materia est vere actu ex se ipsa ita, quod per nullam virtutem potest esse in potentia ad esse in rerum natura, sed semper est actu in rerum natura”; “Materia est quidam actus”, etc. En cuanto al tercer principio aristotélico, la “privación”, no es un componente del ser: expresa solamente el momento en que los dos componentes se separan para dejar lugar a nuevas asociaciones. Así presentado, el análisis aristotélico pierde todo interés. La descomposición de cada ser en dos realidades complementarias acopladas parece totalmente inútil. La doctrina de la “res positae” hace innecesaria la presencia de la materia, forma y privación como principio per se. En definitiva: “Toda cosa existente fuera del espíritu es ‘de sí’ individual”. Lo que es inmediatamente captado por el concepto (intentio) individual es esto mismo, es esta misma cosa sin que haya que imaginarse un sobreagregado cualquiera. Por otra parte, no es posible imaginar en las cosas realidades distintas de las cuales una tendría más unidad que otra o más indiferencia que otra. Todo lo que es se afirma “uno” y “diferente” de lo que él no es. No existe cosa alguna realmente distinta de los seres singulares e intrínsecos a su substancia, que sea universal y común a muchos seres… Lo individual es un bloque en su individualidad, que no se fragmenta en ‘principio común’ y ‘diferencia individuante’, esencia universal y existencia individual, formalidad universal y haecceidad individuante. Hay que aceptarla en el estado bruto en que nos la ofrece la intuición, y rechazar todo los análisis deformantes que se le practican.

LAS DEFINICIONES DEL EXISTENTE. La posición filosófica de O. ha sido llamada “ontismo positivista”. Según él, la filosofía no tiene por tarea descubrir la estructura metafísica del ser, o la lógica interna de los seres, sino solamente circunscribir y definir las realidades “evidentemente existentes”. El “ontismo” se opone así al “ontologismo”; la filosofía del existente a la metafísica del ser. Pero ¿cómo se opondrá “el existente” de contornos precisos y contenido real, al “ser” nebuloso y complicado de los ontologistas? Veamos cómo. La primera afirmación indiscutible e indiscutida dice: Todo lo que existe es singular. Textos de O.: “Cum nihil sit extra animan nisi tantum res singularis”. “Cum extra intellectum sit quodlibet realiter singulare”… “Quod omnis res extra animan est realiter singularis et una numero”. A todos aquellos que pretendan atribuir al universal una realidad cualquiera en la “naturaleza de las cosas”, O. invariablemente opone el postulado de la irreductible singularidad de los seres. Y esta convicción se relaciona con la tesis de la evidencia del conocimiento intuitivo. El primer objeto aprehendido por el espíritu es el singular, lo que significa que el acto de la inteligencia capta de un golpe la cosa misma “ipsammet res”, “ipsa res immediate sine omni medio inter ipsam et actum videtur vel apprehenditur”. Esto significa también que el conocimiento inmediato es indispensable para aprehender una cosa en su singularidad. Nunca se puede conocer intuitivamente un singular por la mediación de otro. Pero no basta afirmar la singularidad necesaria de todos los existentes, porque algunos, afirmando esta singularidad han pretendido explicarla ensayando determinar el principio de individuación de los seres. Contra ellos hay que decir que la “singularidad es la cualidad inmediata de todo lo que es”. No es ni la “materia cuantificada” de los tomistas, ni la haecceidad de los escotistas lo que la individualiza. “De sí” todas las cosas son singulares. “Qualibet res singularis se ipsa est singularis”. Ensayemos, ahora, penetrar el sentido exacto de esta singularidad de los seres. En esto O. es muy sistemático. Cuidadosamente analiza la palabra “singularis”. La opone a “indeterminatum”. Veremos que se encara con santo Tomás por haber imaginado deducir un concepto universal de la “singularidad” haciendo de la noción común de persona un “individuum vagum”. O. le responde: “¿Dónde se ha visto a este extraño singular ‘vager’ por el mundo? Yo conozco a Sócrates y Platón, yo conozco singulares determinados y nada más”: “Ideo dico quod non est aliquod tale singulare vagum; nullum enim singulare vagatur per mundum, nisi Sortes vel Plato vel aliquid tale singulare determinatum…” In. Sent. I, dist. XXV, q. un., L. Y agrega: “Nihil est a parte res nisi singulare determitum”. El espíritu procede del “determinado” al indeterminado porque procede del singular al general. Quien dice “determinado”, dice: “apto para ser una cosa y una sola”. Todo “singular” es único (“una res”): “singulare est determinatum ad unum”. Ser singular es, por tanto, clasificarse como único y distinto de todo otro ser, es ser una cosa contable como “una”. “Non est aliqua unitas nisi unitas singularis… In creaturis nulla una res sit plures res”. Luego, la singularidad se define esencialmente por el carácter único de la cosa. Esto nos lleva a distinguir la “singularidad” de la cosa de su “individualidad”. No todas las cosas “singulares” son “individuos”, porque muchas nunca subsisten aisladamente y postulan para su existencia la conexión con otras cosas singulares. Pero la subsistencia en estado aislado parece una característica esencial de la individualidad. A la inversa, todas las cosas singulares tienen unidad numérica absoluta, mientras que ciertos individuos constituyen un conjunto indivisible de realidades yuxtapuestas y no una unidad absoluta. Luego, la cualidad más universal del existente no es la “individualidad”, sino la “singularidad”. La “unitas singularis” de que habla O. para hacer de ella la cualidad esencial del existente, no es la unidad interna de la cosa, sino el carácter único de su aparición a la luz de la actualidad. Decir que una cosa es singular equivale a decir que ella es un ejemplar único que no se hallará como tal en ninguna otra coyuntura, y que nunca existió en otra coyuntura anterior. Luego, decir que el existente es hecho de singulares es, por consiguiente, decir que es hecho de realidades rigurosamente distintas, inconmutables y no intercambiables. Desde este punto de vista todo es singular. Aproximadamente, Scot decía lo mismo al hablar de la haeccitas de los seres. Pero Scot atribuía esta cualidad a realidades de tipos extraordinariamente varios, absolutos, formalidades, etc. Para O., en cambio, todos los singulares son del mismo tipo, y esto nos lleva a la segunda característica del existente. El existente es absoluto. Dice O. In Sent. dist. XXX, q. 2. D.: “Per nullam rationem naturalem probari potest quod sit aliqua res imaginabilis quae non sit absoluta, quia nec quod res dependat ab alia, nec quod res necesario coexigat aliam et e converso, nec quod aliqua res sint simul impedit quin res sit absoluta”. Por ninguna razón natural se puede demostrar que alguna cosa no sea absoluta. Por cierto, ciertas cosas dependen de otra, algunas exigen necesariamente la presencia de otra, las hay que siempre coexisten, pero nada impide que cada una de las cosas consideradas sea un absoluto. “In re nihil est praeter absoluta”. La absolutidad de la cosa afecta al principio de causalidad, pues si las causas se encadenan es porque las cosas no nacen ni desaparecen por sí mismas, o sea que no son absolutas. O. cree resolver esta dificultad asimilando el efecto de la causa a un elemento catalizador que opera por su sola presencia, sin afectar a la independencia del efecto. Esto explicaría el alejamiento de O. de toda concepción “física” de lo real. Para él el carácter “absoluto” de una cosa expresa la situación “independiente” de ella relativamente a su contorno, carácter que no se confunde con el de la unidad o la individualidad de la cosa. Porque una cosa individuada puede ser “plura absoluta adunata”. En el orden de las cosas naturales solamente existen absolutos. Mas, la necesidad de distinguir, por lo menos en el plano teológico los “absolutos” y los “relativos”, condujo a O. a buscar nuevos términos para designar al existente. Los caracteres que determina son los siguientes. 1er carácter: positividad. En sus primeros escritos, O. habla de “res positae”. En el Coment. a las Sent. reitera: “res absoluta posita”, “aliquid positivum absolutum”. Las expresiones evocan algo así como una realidad sólida, de dimensiones definidas; 2° carácter: “permanencia”. O. la ha estudiado largamente en su teoría del movimiento y del tiempo. Ni el movimiento ni el tiempo representan un elemento positivo fuera de las “res absolutas permanentes”, “tantum dicit negationem ultra res permanentes”. El solo tiempo real es el “presente”; el pasado y el futuro pertenecen al dominio de lo irreal. Por ello solamente se puede concebir una cosa como “permanente”, pues la permanencia garantiza la actualidad y por tanto la realidad de la cosa; 3er carácter: “insularidad”. Para definir el absoluto es menester primero “circunscribirlo”: “se ipso omni alio circunscripto”. Todo aquello que pueda ser circunscripto por el pensamiento de tal modo que él solo pueda existir en un estado cualquiera, independientemente de todo otro absoluto, es un “aliquid positivum absolutum”. (Ni la experiencia ni la intuición nos ofrecen ningún caso directo de semejante absoluto “aislado” y “circunscripto”). Pero es necesario que el “ser” pueda ser “circunscripto”  para que sean salvaguardadas la independencia y la autonomía que le presta el espíritu. Esta propiedad está en la lógica del ser, luego O. cae en el ontologismo: después de haber pretendido dar del existente una definición inspirada en los solos datos de la intuición, retiene como principio fundamental destinado a caracterizarlo, un concepto puramente lógico. Y cuando la intuición le enseña que ciertas realidades se presentan siempre simultáneamente y que es imposible circunscribirlas sin hacerlas desaparecer, O. responde que Dios siempre puede hacerlas existir separadamente, afirmación esta indispensable para salvar el principio de la insularidad del ser. Para que una cosa exista, es necesario que ella sea por sí misma sí y ninguna otra. Es necesario que resista intrínsecamente al principio de contradicción. Luego, el principio lógico de contradicción es el gran principio que nos permite definir el “absoluto” del existente, o con mayor exactitud, que nos permite circunscribir y aislar unos de otros los diversos absolutos existentes. “Nunquam de eadem re debent concedi contradictoria”. En efecto, es imposible que la misma cosa pueda ser realmente afirmada y realmente negada respecto al mismo sujeto. Siempre que acaezca esta contradicción, estaremos en presencia de una “no-identidad real”. Luego, la “contradicción” es la vía más segura para distinguir las cosas. He aquí uno de los principios fundamentales de Guillermo de Ockham. Sobre este argumento funda casi todas sus críticas al realismo que lo precediera, lo cual equivale a volverse de parte de la lógica del espíritu que antes le inspiraba horror. Pero la seguridad que el principio le ofrece no es nada firme. Porque para “salvar” este principio fracciona todos los seres en dos “absolutos” coexistentes, materia y forma; por “salvarlo” distinguirá la “substancia” del “accidente” también como dos absolutos; para “salvarlo” aun distinguirá en el hombre tres formas asociadas: “intelectiva”, “sensitiva” y “corporeidad”. Una fragmentación de la realidad que va contra el buen sentido.

* Inédito. Se trata de un manuscrito para una clase.

 

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