
Palabras sobre el templo*
Nimio de Anquín
Excelentísimo Señor Arzobispo, etc…
Con la bendición de la piedra fundamental de este templo, por boca de su excelencia Reverendísima Señor Arzobispo, ya está dicho todo lo que la Iglesia dice en tan solemnes circunstancias. Mas, debiendo ser intérprete de los sentimientos de la comunidad de María Inmaculada, me permitiréis que en su nombre señale y agradezca a quienes han contribuido a la realización de esta obra de piedad, y que en general colaboran a la obra apostólica y educativa en este sector de Córdoba. Nominalmente, solo mencionaré a Don Juan Damiani y familia, sin cuya munificencia no hubiera sido posible llevar a término obra tan promisoria, y me privaré así de una enumeración de personas que resultaría demasiado extensa, pues todos los fieles del vecindario han puesto su grano de arena en la tarea común que hoy cumple una etapa llena de esperanzas.
Y satisfechos estos deberes de agradecimiento, permitidme también expresar mi emoción en presencia del acto al que acabáis de asistir, y que es el inicio de la erección de un templo a Dios, Señor y Redentor. En realidad, solamente se erigen templos a Dios, pues solamente Él es digno de aquellos (Templum, vel altare soli Deo dedicatur, licet nominetur in honore sanctorum), pero el templo en sí es como la cobertura del altar o del ara. La realidad nuclear del templo es el altar, lugar del sacrificio o de la consagración que da sentido al espacio que el templo cubre con su fábrica. La erección de un templo, significa un nuevo lugar de la ceremonia sacrificial que se consuma en la misa, que es el “santo sacrificio” sobre la piedra del ara. Así pues, la piedra fundamental que hoy se ha puesto en el cimiento de este templo futuro, tendrá su correspondencia en la piedra del altar. Y por eso, esta piedra en torno a la cual aquí estamos congregados presididos por nuestro arzobispo, nunca se puede llamar con más propiedad fundamental, porque es la participación de la otra piedra fundamental del ara, donde se cumplirá el misterio Eucarístico, cuando cada día el sacerdote consagre el pan y el vino y se realice con ello el inenarrable hecho de la transubstanciación.
Todas las cosas son signos, pero las cosas elementales son signos sagrados porque están más próximas al origen. La piedra no es elemental, pero es primitiva y tiene la dignidad de la firmeza y de la perennidad que es un aspecto de lo eterno. Por ello Jesucristo la escogió para edificar sobre ella la Iglesia. Pedro (piedra) se llamó el apóstol que recibió las llaves, y de piedra se construyeron los templos de las grandes edades cristianas. Oíd lo que dice un poeta nuestro, cuya lectura es siempre grata:
Piedra de las tablas de la Ley,
del Santo Sepulcro y de los Padres del Desierto;
piedra del Ara y de la aguja gótica;
piedra lápida de mis muertos,
piedra de mi pila bautismal.
Piedra, verbo de la Arquitectura,
refugio de las fieras, casa del hombre,
morada de Dios,
sírveme, como a Jacob, de almohada
en mi sueño final.
Rafael Jijena Sánchez
Con igual sentido signal veo yo la piedra que fundamentará el nuevo templo de Dios: piedra fundamental y piedra fundante, piedra que estará en el basamento y piedra que crecerá en la fábrica de los muros y las bóvedas, en una proyección ascensional expresiva de la fe de la Iglesia una en el templo y en el Tabernáculo.
Cierto es que nosotros ya no construimos las iglesias en piedra, pues hemos sustituido este noble material por el ladrillo y el cemento. Ya nuestros viejos templos solamente en parte incluían la piedra en sus muros y bóvedas. La Catedral, de cuya arquitectura con justicia nos enorgullecemos, alterna en sus muros la piedra y el ladrillo. Nosotros, los cristianos de América, no hemos participado de los grandes periodos de la arquitectura románica y gótica ni de su fe constructiva, de esa fe que ha levantado Chartres, Reims, Colonia, Burgos, Neuss, etc. Hemos participado del barroco y del renacimiento en la medida de nuestras posibilidades, pero no hemos creado más estilo que el colonial. Los estilos góticos y románicos son la expresión de un impulso creador colosal, animado por la fe de los santos, los cruzados, los caballeros y una plebe de fe exaltada hasta el paroxismo. Han nacido en y de periodos de auténtica grandeza, bajo el signo de la gracia y de la teología, cuando el alma humana no estaba cohibida, sino empinada hacia el cielo. El estilo colonial, como el adjetivo mismo lo dice, ha nacido con una impronta de inferioridad y mediatización. Lo colonial no puede tener grandeza, pues nada grande puede nacer en una colonia. Pero quienes dirigieron la construcción de nuestros templos fueron, por lo general, europeos, y adaptaron algunos aspectos de los estilos de la gran arquitectura al ambiente americano. Fuente de esa sincresis son las iglesias nuestras, en las cuales triunfa la línea horizontal, la tendencia yacente y la pesantez, rara vez equilibradas por el movimiento de la verticalidad que da a la fábrica del templo en lo exterior un sentido de ascensión mística, y en lo interior exige las bóvedas y las columnas como disparos hacia lo alto, o como estelas de saetas disparadas al cielo. Nuestra Catedral ofrece una muestra elocuente de la lucha de esas dos tendencias estilísticas, pues mientras su domo se yergue airoso con una fuerza ascensional de gran vigor y expresión, las torres delanteras carecen de todo movimiento, presas de una fatal y contrastante inercia. Por ello los elementos constructivos se mezclan y los muros y las bóvedas son de piedra y ladrillo. No podían tampoco aparecer desnudos, por lo cual se imponían el revoque y el estuco que disimulaban aquella disimulada alianza.
El templo cuya piedra fundamental acaba de ser bendecida, nace en otras circunstancias. Si bien el sentido del templo cristiano es siempre el mismo, los momentos históricos pueden no serlo, y los estilos arquitectónicos en gran parte resultan hijos del tiempo. No podemos ya construir templos como en la Edad Media, ni como en ninguna edad pasada. Recordemos que la imitación de la Magdalena de París, reproducida poco más o menos en la Catedral de Buenos Aires, fue una aventura desgraciada. Tampoco podemos imitar la arquitectura renacentista, así como sería absurda la repristinación del gusto colonial. En general, toda imitación es mala y sus frutos casi siempre abominables, sobre todo en materia tan ligada a la experiencia del espíritu en su forma más alta que es lo religioso. La calidad del sentimiento religioso da la tónica de cada época. En la gran Edad Media domina la conciencia de la Gracia. Dios es el “Dator munerum”, el hombre se siente dominado por las manifestaciones providentes y es deudor de quien recibe todos los bienes. Cristo es el mediador y su sacrificio cruento ha sobreelevado a la Humanidad, haciéndola partícipe de la Gracia Divina. Los beneficios de la Gracia son como una lluvia fecunda que se derrama por sobre todos los hijos de Dios. El fiel adora a Dios no solamente por los bienes materiales, sino sobre todo por su sobreelevación espiritual, que le permite entrever la beatitud en el mundo de la eternidad. Y esta esperanza profunda está asegurada por el amor de Dios Padre, fuente de Gracia. Toda la acción humana se vuelve, entonces, instrumental frente a la consecución de la Gracia, pues como dice san Pablo en un texto famoso: “¡Infeliz yo hombre! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La Gracia de Dios por Jesucristo Señor Nuestro”. Y santo Tomás de Aquino, al explicar el texto del apóstol, declara: “Así pues, no puede el hombre con sus propias fuerzas librarse de la corrupción del cuerpo, ni tampoco del alma, aun cuando consienta a la razón contra el pecado, sino solo por la gracia de Cristo, de acuerdo a aquello que dice san Juan, VIII: “Si os libertare el Hijo, seréis realmente libres”. El cristiano medieval “sabe” esta primicia de la Gracia cuya posesión es su tesoro. Y por ello no es neopelagiano y no adora la libertad “como el primero de los dones de la vida”. De esta conciencia de la Gracia, que es una versión de Dios-Agape, pues la Gracia es el resultado de la divina dilección, procede la más alta teología cristiana, que culmina con san Agustín y santo Tomás de Aquino, el mayor arquitecto de todos los tiempos.
Y bien, los dos grandes estilos eclesiásticos, el gótico y el románico, proceden de ese mundo espiritual, de esa conciencia religiosa. Después del siglo XIII no se han dado más en forma genuina, pues la conciencia de Gracia que es de filialidad de la creatura frente a Dios, se ha degradado en un proceso multisecular al cabo de los cuales estamos nosotros cautivos ya en las garras de Behemoth y Leviatán. La mayoría está en el antípoda de aquel mundo de las Sumas y de las Catedrales, creaciones maravillosas del hombre prosternado “en acción de gracias” frente a Dios Padre que nos redimió por su Hijo bienamado. Este hombre actual que se enorgullece torpemente de la libertad, ha olvidado que Dios se la ha dado para salvarse en un movimiento disciplinario de sí mismo, no como un fin, sino como un medio para lograr la beatitud. De tal medio religioso, la arquitectura que nazca deberá tener características muy propias. No esperemos otra catedral de Chartres. La verticalidad del templo parece perdida. Los españoles, de fe tan recia y añeja, han construido un templo en el Valle de los Caídos, no sobre la superficie, sino bajo una montaña socavada. Parece que la fe se retrae. La Fe está aplastada por la técnica, la Gracia por la libertad, la Creatura por el hombre. De este mundo nace ya un nuevo estilo templario muy auténtico y muy respetable: lo uno por lo otro, pues no elude la expresión sincera de lo que realmente es. Yo lo prefiero a las vacías y jactanciosas imitaciones, a los pseudogóticos, pseudorrománicos, pseudorrenacentistas que tanto abundan. Asistimos a un crepúsculo y participamos de él activa o pasivamente, y cuando la luz se pone, se pone para todos. Para nosotros, cristianos católicos, la realidad vital es la piedra fundamental del ara. El hecho de nacer un nuevo templo y en día tan auspicioso como el de hoy, en que la Iglesia celebra la Asunción de María, fuente de Gracia, debe ensanchar nuestros corazones en acción de gratitud y de esperanza.
* Inédito.