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Corto Comentario Al “Wozu Dichter?” De Hölderlin*

Corto comentario al “Wozu Dichter?” de Hölderlin*

Nimio de Anquín

No callaré la emoción profunda con que asisto a este acto que acaece en el meridiano de mi vida, con no poca sorpresa habida cuenta de mis modestos méritos. Mas, ya que la generosa decisión de los amigos de Ultrarrhin me pone en este trance, quiero expresar públicamente mi gratitud y mi admiración a la muy ilustre Universidad de Maguncia, que al otorgarme el título de “Doctor honoris causa” me incorpora al claustro de sus profesores. Su excelencia el Sr. Rector de Maguncia Dr. Isele, al ratificar esta designación en el banquete académico que me ofrecieron las autoridades universitarias de aquella institución, díjome que la presencia en ese acto de todos los decanos de las diversas facultades, significaba que yo era doctor no de una facultad sino de toda la Universidad. Transfiero este gran honor a la Universidad de Córdoba, viejo y venerado hogar al cual he servido fielmente en la medida de mis fuerzas, y en especial a nuestra facultad de Filosofía, a la que deseamos ver floreciente y próspera. Lo que resta me lo reservo en el fondo del corazón, para los seres queridos, parientes y amigos, algunos de los cuales residen ya en la eternidad. A mí me basta con ser el vehículo.

La honrosa decisión de la Universidad magunciana, une oficialmente mi persona a la cultura europea en la que me he formado y a la que rindo en este momento mi tributo de admiración. Ratifico ahora lo que siempre he dicho: no hay otra cultura a nosotros accesible que la europea. De Europa nos ha llegado todo lo que culturalmente tiene valor en nuestra vida. Me es muy grato que esta vinculación me llegue por la universidad alemana, el foco más poderoso de la cultura europea, teatro de las mayores batallas intelectuales en la edad moderna y escuela de decisión espiritual. Ahora, permitidme que os lea un,

Corto comentario al “Wozu Dichter?” de Hölderlin

El filósofo Martín Heidegger en su obra “Holzwege”, comenta el verso de Hölderlin “Wozu Dichter in dürftiger Zeit?”, para qué poetas en tiempo miserable, y escribe los siguientes desoladores conceptos: la palabra Zeit, tiempo, significa la vejez del mundo (Weltalter) a la que nosotros aún pertenecemos. El fin del Día de Dios para Hölderlin está encajado entre el nacimiento y el sacrificio de Cristo. Desde entonces se hizo la noche sobre el mundo. Desde que este abandonó a Heracles, Dionisio o Cristo, las tinieblas nos rodean. La vejez del mundo está subrayada por el abandono de Dios, por la “ausencia de Dios” (der Fehl Gottes).

Sin embargo, la ausencia de Dios experimentada por Hölderlin no niega ni un progreso de la relación cristiana de Dios en los individuos y en la Iglesia, ni subestima esta relación. La ausencia de Dios significa que ningún Dios asocia ya en sí de una manera visible al hombre y a las cosas, de tal manera que torne inteligible la historia universal y la presencia del hombre en ella. Peor aún: la ausencia de Dios no solamente significa que los dioses y Dios han huido, sino que el resplandor de la divinidad se ha apagado en la historia universal. El tiempo de la noche universal es el tiempo miserable de que habla el poeta, tiempo que cada día se tornará más miserable aún. Lo es tanto, que ya ni siquiera puede advertir la ausencia de Dios en cuanto ausencia.

En otras páginas de la misma obra, Heidegger, filósofo de la tragedia, comenta también aquellas terribles palabras de Nietzsche: “Dios ha muerto”, Gott is tot, del siguiente modo: “la frase ‘Dios ha muerto’ significa: el mundo suprasensible carece de toda fuerza operativa. No otorga vida alguna. La metafísica, es decir para Nietzsche la filosofía occidental entendida como platonismo, ha terminado…”. Si Dios como el principio suprasensible de las ideas ha perdido su fuerza constructiva y estimulante, entonces no queda nada en que el hombre pueda detenerse y por lo cual pueda dirigirse; por ello en el fragmento citado se agrega: “¿no andamos errantes como a través de una nada infinita?”. La frase “Dios ha muerto” contiene la comprobación de que esta nada se extiende en torno a nosotros. Nada, significa aquí ausencia de un mundo suprasensible y necesario.

He escogido estas dos citas del más actual de los libros de filosofía escrito por el filósofo de mayor renombre de estos tiempos, porque recogen la pulsación más auténtica del pensamiento presente, por lo menos en Europa. Prácticamente, para la cultura occidental Dios ha muerto, en cuanto significa una vivencia o una presencia viva en el alma, aunque no ciertamente en cuanto significa un concepto o una formulación habitual y fría. Esta frialdad del alma enfrente de Dios es el efecto de lo que Hölderlin llamaba ausencia o falta de Dios, es decir una pérdida de la capacidad natural de advertir la presencia de lo divino o por lo menos la ausencia de la conciencia de la ausencia de esa capacidad. Y ciertamente tal pérdida significa una vejez, una esclerosis de la conciencia de la humanidad, un tiempo miserable en que los poetas andan como vagabundos en medio del desprecio de todos; y entonces ¿para qué poetas? ¿para qué crear, para qué engendrar los delicados hijos del espíritu?

Pero no es solamente el poeta quien siente el dolor tremendo del tiempo de miseria. También el filósofo, que no crea pero sí que conoce, se siente como desplazado de este mundo, como un personaje que está de más, que huelga en el afanoso quehacer cotidiano. Así como el poeta solo encuentra tierra germinal en donde lo divino está presente, también el filósofo solamente conoce cuando Dios es accesible. La muerte de Dios que proclamaba Nietzsche es la muerte de la metafísica, es decir de la filosofía. Una cultura en que los problemas metafísicos no tienen repercusión, pertenece de hecho y de derecho a los tiempos miserables de que hablaba Hölderlin. Y por eso también todo filósofo auténtico es como un caballero de Dios, como un cruzado de la divinidad, pues solo en la comunicación con Dios cesa la miseria del tiempo y se borra la senectud del mundo en el misterio del conocimiento. Así pues, donde no hay metafísica, no hay filosofía, es decir no hay Dios, o sea que no hay conciencia de lo divino que es como decir que no hay hombre, pues el hombre solo es completo con la conciencia de lo divino o si se quiere con la capacidad de adquirir esa conciencia e integrarse en el orden universal de la creación. Tal es el sentido del “andamos errantes como a través de una nada infinita” nietzscheano, pues carecemos de fundamento, ignoramos la razón de ser de nuestra naturaleza, estamos como arrojados en el mundo, absurdamente, envueltos en una nesciencia radical. Todo esto parece una exageración, sobretodo para el fetichismo beato que se engaña con las apariencias de un culto vacío y un ceremonial puramente externo. Muchas instituciones están edificadas sobre una oquedad tenebrosa y de repente se derrumban o se cuartean inexplicablemente.

El mal es profundo y nos roe desde muy adentro, desde más allá de la conciencia individual y del breve día de nuestra existencia. Ahora parece cumplirse el lamento de Segismundo, de que “el delito mayor del hombre es haber nacido”, y esta situación no se dio nunca antes, pues la nada que ahora acompaña al hombre es una presencia vacía y silenciosa, un abismo que amenaza al ente y lo anonada. El ente se sostiene dentro de la nada; es algo y no nada; es, porque no es nada; pudo ser nada en vez de ente, de manera que la nada convive con el ente o envuelve al ente. Y por ello puede decirse que “ex nihilo omne ens fit”. La nada es nuestra compañera inexplicable, de quien sentimos la presencia sin saber qué es, ni dónde está: solo sabemos que somos algo porque no somos nada, hasta que alguna vez, quizá seamos ella en la muerte; no lo sabemos, pues no sabemos casi nada de la nada. Pero ella está implicada en el ente, no como contraconcepto sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. “La nada es la posibilitación de la patencia del ente, como tal ente, para la existencia humana”. Por eso yo digo que es una presencia, con tanto derechos como el ente mismo y por eso es perfectamente lógico el preguntarse “¿por qué hay ente y no más bien nada?”. Esta profunda interrogación remueve toda la filosofía. Naturalmente que es posible una respuesta dialéctica, pero no es ese el problema. La cuestión consiste en preguntarse el porqué de la pregunta. ¿De dónde viene el que el hombre equipara el ente y la nada? Conviene no confundir esta nada con la nada hegeliana. La nada hegeliana se unía al ente en la Aufhebung: la nada y el ente eran superados en la Aufhebung. Pero nuestra nada no es superada por nada, sino que permanece como una presencia, así como permanece el ente. La respuesta a nuestra interrogación nos la da Nietzsche, cuando comprueba que “andamos errantes como a través de una nada infinita”. La errancia nuestra a través del páramo de la nada nos ha hecho ciudadanos de la nada, así como antes el hombre se sabía ente. Decenas de argumentos podéis dar para demostrar que el ente es lo único positivamente pensable, que la nada es una negación, que los entes de razón no existen en realidad, etc., pero lo que no podréis negar es la presencia inexplicable de la nada, el vacío entitativo del hombre puesto sobre el filo de la existencia, en el límite del ente y la nada. Ahora, el hombre convive con la nada infinita. Muerto Dios, como proclamaba el orate nietzscheano, solo queda la nada. He aquí la plenitud del tiempo miserable. Tiempo sin poesía y sin metafísica, o sea sin creación y sin conocimiento.

El proceso que así culmina no tiene misterios. Lo traemos a cuenta sobre todo para aleccionarnos. Se ha hablado de la resurrección de la metafísica y por cierto la vieja doctrina hace oír su voz nuevamente, pero no es ella la que subraya el tiempo actual como característica definitoria, pues los antiguos conceptos si no andan dispersos están como desajustados. Esta es una época nominalista, de predominio de lo individual. Jamás el hombre ha profundizado como hoy lo individual, nunca el conocimiento dispuso de mayores medios para indagar positivamente la realidad hasta sus entrañas mismas. Por un lado, asistimos hacia un desarrollo de la investigación y a la multiplicación de los medios técnicos en proporción asombrosa; y por otro a la formación de una conciencia de la nada. ¡Trágico contraste! Mientras el hombre es más poderoso técnicamente, se degrada su conciencia filosófica. La superabundancia de medios de investigación positiva le sustrae el poder del espíritu. Desde los tiempos de Ockham el proceso no tiene solución de continuidad, como si el hombre estuviese sobre una pendiente infinita. El llamado “ontismo positivista” okchamiano es una tentativa desesperada por captar lo singular en su prístina naturaleza, es decir que el ockhamismo no se satisfacía con lo individual sino con lo singular, que es como decir con lo individual individuado. “Nihil sit extra animam nisi tantum res singularis”, y el acto de conocimiento consistía en captar totalmente y de golpe la cosa misma “ipsammet rem”, “ipsa res immediate sine omni medio inter ipsam et actum videtur vel apprehenditur”. En sí todas las cosas son singulares, yo solo conozco singulares determinados: “Nihil est a parte rei nisi singulare determinatum”; y lo singular es único; ser singular significa clasificarse como único y distinto de todo otro ser: “non est aliqua unitas nisi unitas singularis… In creaturis nulla res sit plures”. A esta propiedad se agrega la absolutidad: “In re nihil est praeter absolute”. Y a estos caracteres del ser podemos sumar aún otros: la positividad, la permanencia, la insularidad, etc., todos los cuales tienden a precisar y acentuar la singularidad de ella, perseguida con una especie de desesperación, de insaciable instinto venatorio.

Desde Ockham, para fijar un punto de partida relevante, hasta hoy, filosóficamente las cosas han variado poco. Ockham era un filósofo de ley y buscaba las esencias de las cosas singulares; en este sentido se diferencia de los nominalistas ingleses de los siglos siguientes al suyo. Pero el planteamiento de sus principios gnoseológicos, a pesar de la intención realista que los animaba, importaba un nominalismo decisivo y radical. Poco o nada se ha inventado después de Ockham en esta materia, pues la intención cognoscitiva de las esencias que movía sinceramente a aquel en sus especulaciones, ha sido suprimida lógicamente y sin esfuerzo por el nominalismo posterior, cuya originalidad consiste en exponer la parte negativa del pensamiento ockhamiano. No hay, pues, exageración en afirmar que la crisis filosófica actual se remonta a varios siglos atrás, tal vez al siglo XIV, posteriormente a la decadencia del tomismo, y por ello Ockham aparecería como el sistematizador de un ambiente preexistente que él personificó con originalidad y particular energía. Sobre el canevás doctrinal del nominalismo, ha trazado sus esquemas la investigación positiva. Filosóficamente no ha ido más allá del nominalismo que lo incitaba tenazmente hacia el conocimiento de lo singular, pero al retener solo la parte negativa y eliminar el ontismo ockhamiano, se ciñe a la investigación positiva, a un singularismo experimental deliberadamente sordo a cualquier trascendencia o intencionalidad filosófica. El panorama de lo real aparece, entonces, dominado por la insularidad de las cosas singulares, sin fondo sustancial alguno. Este universo pluralista de individualidades inconmutables no ofrece perspectiva filosófica alguna. La infinidad de individuos es hostil al pensamiento universal, o sea a la racionalidad. El investigador se pierde en la persecución de lo individual, que lógicamente es indefinible, es decir, se abisma en un mundo que la razón no puede definir ni dominar. Paradójicamente, la ciencia actual, en contra de la clásica tradición filosófica, pretende instituir una ciencia de lo singular. Frente al viejo principio aristotélico de que solo hay ciencia de lo universal, se busca ahora la verdad científica en la entraña de la singularidad atómica. Y por eso toda la ciencia actual sigue un proceso contrario al pensamiento clásico y se pierde en la indeterminación de lo infinitamente pequeño. Pretende racionalizar lo individual, olvidando que es inefable, y es presa entonces de una dicotomía vertiginosa que se abisma en un infinito regresivo. La ciencia de lo individual es así la ciencia de la indeterminación, de lo que no es conceptualizable, o sea, de lo que prácticamente es ininteligible e indomable.

Por ello el investigador positivo, aunque se jacta de ignorar las esencias y de ejercitar su conocimiento solamente en las cosas sensibles, apenas puede hacer otra cosa que mostrar lo que tiene entre manos, que señalar el hecho y, en fin, que practicar un cosismo o una hechología hostil a toda conceptuación o cualquiera tentativa definitoria. Y así hemos llegado al campo de la nada lógica, a la muerte del concepto, a la eliminación de lo universal, a la institución de un sistema sobre la inteligibilidad y la anarquía de las cosas indomeñables. Es el remate inevitable del proceso nominalista que comenzara con Ockham o antes de Ockham tal vez, al decaer la gran Escolástica. La ciencia natural, adherida a los principios del nominalismo, ha adquirido un desarrollo enorme pero en sentido contrario a las concepciones universales: se ha sumergido regresivamente en la individualidad del hecho y entonces necesariamente se ha trocado en técnica. La técnica no se plantea problemas filosóficos, sino que, por el contrario, tiende a eliminarlos de la mente del investigador. Es contradictorio pensar una técnica filosófica, pues la técnica es el producto genuino del cosismo nominalista que nada puede conceptualizar. La técnica es, entonces, un quehacer alrededor del hecho puro y simple, desligado de todo sistema que le pueda otorgar universalidad y hacerlo inteligible. El hecho individual es asediado por el complicado y presuntuoso equipo del investigador que lo enfrenta sin posibilidad de conocerlo esencialmente, sino solo de “mostrarlo” en su inviolable y hostil naturaleza. Nunca el hombre llegó a tan profunda paradoja, pues a medida que más investiga y más dicotomiza, mayor es su esclavitud de aquello que pretende dominar, más se aleja del mundo de la inteligibilidad. Y así, la técnica es el exponente doble de una actitud negativa del hombre que se ciñe al mundo de los hechos puros y virginales, y de una impotencia fundamental para dominarlos en cuanto singulares y traducirlos en conceptos inteligibles.

Allí tenéis el mundo en que se agostó la fina personalidad de Hölderlin y que quebrantó la reciedumbre de Nietzsche. Y también es el mundo en que nacemos, nos movemos y somos. Mas, por una gracia sobrenatural advertimos la posibilidad de trascender el paisaje de los  inconmutables seres individuales. Sobrecogidos, repetimos con el poeta: “O curvae in terras animae et caelestium inanes”. Por eso volvemos la faz hacia la sabiduría y reclamamos el derecho de ejercitar la inteligencia en la investigación del ser. Ciertamente, Dios no ha muerto, pero el tiempo miserable está en su apogeo. El nominalismo nos niega aun el pan y el vino que reclamaba el gran lírico en su desolación. Pero sin filosofía no habrá paz, pues solo ella puede restituir al hombre su dominio sobre las cosas, que ahora lo tienen cautivo en el implacable vórtice de la individualidad. Salir de este abismo no será fácil ni obra de un milagro. La incubación del mundo nominalista actual ha durado siglos, pero todo permite predecir que hemos llegado a un momento de crisis. No las virtudes, sino los singuladores se han vuelto locos. Locas están las cosas singulares porque no hay freno que las domine. Por el contrario, ellas dominan al hombre que ya no es sabio, sino técnico; que ya no es su señor, sino su esclavo. El mundo actual que lo es de la técnica y no de la sabiduría, es así necesariamente el mundo de la anarquía y del azar. Por ello, porque está ausente el régimen de la inteligencia que es conceptualizante y ordenadora, la intuición ahora predominante es la de destrucción. Lo individual no tiene un estatuto legal conocido por estar fuera de todo humano alcance, más allá de toda definición lógica. Luego, nos arriesgamos a intuir que por estar más allá de la lógica, o sea más allá de la inteligencia, su régimen necesariamente ininteligible, es el caos. Por lo menos, “quoad nos”. No me negaréis que la idea de destrucción progresivamente se nos va haciendo familiar. Es porque nos domina la conciencia de lo individual. Lo individual se destruirá a sí mismo, terminará en una catástrofe, en el caos. Pero no somos siervos, sino señores de este mundo. Restituyamos a la sabiduría en su trono y recuperemos la majestad del hombre sobre las cosas.

* Trabajo leído con motivo de la recepción del título de Doctor “Honoris Causa” de la Universidad de Maguncia, el día 22 de noviembre de 1950. Fue publicado en la Revista de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Año III, nros. 1-2-3, págs. 307-315, 1951.

 

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