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Servidumbre Y Libertad*

Servidumbre y libertad*

Nimio de Anquín

 

 

¿Para qué fue creada por Dios la creatura racional? Para que participase de la divina beatitud, la cual solamente es posible por la inteligencia. La creatura por su inteligencia entiende al sumo Bien, y al entenderlo lo ama, y al amarlo lo posee, y al poseerlo goza. Es, pues, hija de la bondad de Dios, y por ello podemos decir con San Agustín: “Porque Dios es bueno, somos; y en cuanto somos, del bien somos”.

Y si se preguntara nuevamente: ¿para qué fue creada la creatura racional? Responderíamos: para alabar a Dios, para servirlo y para gozar con ello; en lo cual se aprovecha la creatura y no Dios, pues Dios es perfecto y tiene en plenitud la bondad suma; luego, no puede aumentar ni disminuir. Así, pues, la factura de la creatura racional por Dios debe referirse a la bondad del Creador y a la utilidad de la creatura: es útil servir a Dios y gozar con ello. 

El ángel y el hombre fueron hechos por Dios, no porque Dios Creador y suma beatitud necesitase de alguno de ellos —porque no necesita de nuestros bienes—, sino para que lo sirvan y así gocen, pues servir a Dios es reinar. En ello se aprovecha el sirviente, no el servido. Y así como el hombre fue hecho para Dios, es decir, para que lo sirviese, de igual manera fue hecho el mundo para el hombre, es decir, para que al hombre sirva. Por lo que se puede decir que el hombre fue puesto en el medio, para ser servido y para que él sirva: para que experimente ambas cosas y para que todo refluya en bien suyo; lo que recibe como obsequio y lo que consume o entrega. Por eso quiso Dios ser servido por el hombre, porque con esa servidumbre no goza Dios sino el hombre; y quiso que el mundo sirviese al hombre, y para que con ello gozase igualmente el hombre.

El hombre —la creatura humana— es antes que nada un servidor de Dios, un siervo de la divina Omnipotencia. Cierto es que se trata de una servidumbre en libertad, pero la libertad le sirve para acreditar su obediencia. La libertad es una condición del mérito del acto obediencial, pero la obediencia es el principio inicial en la relación de la creatura humana con su Creador. Lo que Dios nos pide no es la libertad, sino la obediencia, o sea una actitud de filialidad amorosa. El mundo espiritual cristiano es una armonía de obediencia, o una escala de obediencia en que los seres se mueven por el deseo de la beatitud, es decir, de gozar el sumo Bien. Gozan de Él sirviéndole, obedeciéndole como hijos amantes de su Creador. Entonces, el sentimiento o la conciencia de libertad nace no como un fin en sí, sino como un principio que acrisola esa obediencia y que acredita el servir a Dios. El cristiano sólo piensa en su libertad para obedecer a Dios, su libertad solamente la desea y la ejercita para dar mérito a su servidumbre ante el Creador. La preocupación de servir a Dios está en el centro del alma de la creatura racional cristiana, hasta que al cabo lo absorbe todo, pues en realidad se trata del deseo de bienaventuranza; y así, cuando el alma ha logrado orientarse firmemente y adquirido la conciencia verdadera de sí misma, entonces el sentimiento de libertad se recluye en el rincón de las cosas secundarias o de los accidentes del alma. Y el alma encuentra su colocación en la escala de la obediencia que llega hasta los pies de Dios mismo. 

De aquí se sigue que un cristiano no puede ser un apologista de la libertad, exaltándola como una facultad que tenga en sí misma un fin. Repárese en que la libertad no es el libre albedrío, sino el ejercicio objetivo de esta facultad del hombre. El libre albedrío es la comprobación interior del acto que se realiza bajo la responsabilidad de la creatura racional; mientras que la libertad es el resultado de esa experiencia, o el ejercicio o despliegue del libre albedrío. Este es un hecho íntimo y recatado, de un gran valor ciertamente, pero que la creatura lo utiliza para mejor servir a su creador: el hombre comprueba que es libre solamente para que su acto de servidumbre tenga mérito, de manera que la servidumbre a Dios aumente en proporción que crece y se aviva la experiencia del libre albedrío. La creatura racional cristiana realiza la paradoja de la alegría por la servidumbre: goza sintiéndose sierva voluntaria de su creador divino (“hilarem datorem diligit Deus”). Este mecanismo de libre albedrío impónele un carácter recatado; la reciprocidad de él con la servidumbre no deja espacio ni tiempo para la exaltación independiente de la libertad. Quien se vanagloria de ser libre solamente por ser libre, rompe ese orden de relación viva con el Creador y quita a la libertad su carácter instrumental. Si la libertad no sirve para acrecentar la sumisión de la creatura ante Dios, se volverá contra el destino de ella y la distanciará de Dios en la misma proporción en que aumenta en la creatura el orgullo de ser libre. 

Es esto precisamente lo que acontece con la persona liberal, que se mueve en el mundo de la libertad pura. La persona liberal debe ser “convertida” primero antes que se estimule en ella la conciencia de libertad, es decir, se debe crear en su alma la conciencia de servidumbre cristiana. Pero una recristianización de la persona liberal exige como condición previa una humillación de su soberbia, y ello no se logrará ciertamente soplándole al oído la mágica palabra que remueve su alma hasta el fondo y la fortifica en su error constitutivo. 

Desgraciadamente, hay muchos cristianos que no quieren convencerse de estas cosas y que corean con los liberales el himno de la libertad pura. Si quisieran dar a esta adhesión un carácter misional, se justificaría hasta cierto punto su acto por la buena intención que lo inspiraría. Pero no hay razones para dudar de la univocidad de su convicción respecto a la de los liberales, y así, cuando hacen la apología de la libertad pura es porque creen en ella. No hace mucho, una dignidad católica decía enfáticamente en un acto universitario de Córdoba: “La libertad es la cosa más augusta, el supremo de los dones de la vida”; lo cual es un error grave, porque el supremo de los dones de la vida para un cristiano es la Gracia de Dios. Si a quien debemos suponer avezado en la historia de las herejías, se le escapó un error semejante en una ocasión que exigía la máxima prudencia y la extrema precisión de los términos, ¿qué restará a las almas empedernidas en el liberalismo e ignorantes de la verdad cristiana?

Para un fiel de la Iglesia Católica, el hacer la apología de la libertad es siempre una cuestión delicada; sobre todo si se trata de auditorios liberales, no debe ir en busca del aplauso, sino de la reprobación. Cuando el auditorio liberal —como en el caso recordado— aplaude frenéticamente, no es porque esté convencido de su error, sino porque se siente confirmado en él. Sólo una ingenua vanidad puede inducir en la creencia de que la retórica sin teología sirva para convencer a alguien. Es muy significativo que a todos los neoapologistas católicos de la libertad, los liberales los reciban con los brazos abiertos. ¡Qué diferencia con San Pablo, cuando los gentiles se le reían en las barbas y volviéndole luego las espaldas le decían: “audiemus te de hoc iterum”! Es que, en realidad, el liberalismo se siente fortificado en sus reductos con la contribución de esos cristianos, que al cabo de convertidores resultan convertidos, y que, por lo menos objetivamente, se suman a los idólatras de la Libertad. 

Así se va formando un cierto neopelagianismo que atribuye a la libertad todo lo que es más digno en el hombre, o que afirma con el orador de Córdoba que “la libertad es el supremo de los dones de la vida”. Si la libertad es eso, o sea lo constitutivo de la creatura humana, ¿a quién atribuirá esta el initium salutis? Porque la Gracia será entonces superflua, pues la libertad la suplirá en la obra de salud. Si “la libertad es la cosa más augusta, el supremo de los dones de la vida”, debe suplir a la Gracia, y entonces caeremos en la herejía neopelagiana. Si no lo es, será suplida por aquello que lo sea, esto es, por la Gracia, y entonces execraremos al liberalismo y nos guardaremos cristianamente de erigirnos en apologistas o campeones de la libertad. 

Todo el movimiento actual en defensa de la libertad lleva el sello de una herejía originaria. Es curioso que la libertad sea ahora defendida con un entusiasmo rayano en el fanatismo por quienes están desvinculados de la tradición católico-Romana. Los países tradicionalmente católicos no cultivan esas estridencias, y cuando en alguno de ellos la libertad ha sido exaltada fuera de medida, lo fue por motivos ajenos a su tradición profunda. El alma cristiana no ofrece campo a la idolatría de la libertad, pues ello significa la desvinculación de la creatura racional de Dios, que es su padre y su señor. La idolatría de la libertad tiene su origen inmediato en el Renacimiento y en la Reforma, es decir, en dos momentos de traición a la tradición cristiana de occidente. El cristianismo no siente la angustia de la libertad porque esta no es un fin sino un medio, no un término sino un instrumento. Si existe una angustia como expresión del alma del cristiano, no es la de la libertad, porque no es adorador de ella, no es ella para él el primero de los dones de la vida. La angustia real del cristiano es la del pecado, la de la culpa que lo separa de Dios, que lo aleja de la luz de la bienaventuranza; es decir, es la angustia del hijo que pierde la herencia sobrenatural para que fuera engendrado. 

Los mártires cristianos, los señores de la fortaleza humana, no han muerto nunca por la libertad en sí, pues esta, desvinculada del destino divino del hombre, es diabólica. Los mártires cristianos murieron por amor de Dios, por fidelidad al padre de la creación, murieron como siervos de su Señor eterno. La única libertad por la que un cristiano da su vida es la libertad de servir a Dios, y quien sirve a Dios es ciudadano perfecto de la ciudad terrestre. El cristiano pide y exige solamente esa libertad, es decir, no exige la libertad para reposar en ella y para erigirle un altar como a un ídolo, sino para utilizarla como un instrumento, para subordinarla inmediata y esencialmente al fin sobrenatural de la creatura racional. Por ello, como lo he dicho otra vez, la libertad no puede ser mencionada por los cristianos sino en sistema, o sea, en un sistema teocéntrico en que se vea claramente el carácter secundario de ella (como la llama San Agustín), o en que aparezca como la parte de un todo, como un instante en la conquista de la eternidad. 

La idea del teocentrismo es una reguladora necesaria en toda concepción de la ciudad terrestre. Porque si bien es cierto que el orden temporal tiene una existencia que le es propia, que permite a los hombres edificar sus construcciones políticas en esa limitación, sin embargo, en definitiva, la temporalidad o el tiempo es la imagen humana o la analogía de la existencia eterna. La idea-tipo del hombre cristiano, cuando construye la ciudad terrestre, es la ciudad Celeste que levanta sus muros en lo eterno. La “Civitas Dei”, la ciudad Celeste, la Jerusalén eterna, tiene a Cristo por Rey. La realeza de Cristo se extiende así no solamente al orden eterno sino también al orden temporal, o sea a la ciudad terrestre. El orden político se subordina así al orden divino. La convicción del teocentrismo gana de este modo el corazón del cristiano, para quien su ciudadanía temporal no es más que la apariencia sensible limitada por la fatalidad del tiempo, de su ciudadanía celeste. Esta convicción, mediata o inmediata, regula toda la vida del ciudadano cristiano en su actividad temporal; no siempre como una idea clara, a veces como un anhelo inefable que habita en las profundidades del alma, pero siempre como una realidad vital. 

Y por eso, con frecuencia, vemos a ciudadanos cristianos que no “saben” determinar el límite de lo divino y lo humano, y que con gran escándalo de los prudentes claman aun en el orden temporal por el reinado de Cristo. Ello no es un signo de confusión de dos órdenes, sino de fidelidad al único y verdadero Rey, es el clamor de la creatura racional que desgarra el velo de la analogía y muestra con el valor de un corazón fuerte la Jerusalén iluminada por los divinos resplandores. 

Vimos esta conducta muchas veces en la guerra civil española, cuando las víctimas del comunismo ofrecían su pecho a la metralla, al tiempo que proclamaban la realeza de Cristo. Y es elocuente y debe repararse con detenimiento en la aparente paradoja de que los mártires de la guerra española fuesen asesinados por los comunistas en nombre de la Libertad. Digo aparente paradoja porque no lo era, sino que real y verdaderamente los cristianos ejecutados y aun martirizados por los soldados rojos, cayeron víctimas de la Libertad. La libertad encarnada en las masas comunistas españolas era la “libertad pura”, la libertad concebida como un fin absoluto del hombre (el supremo de los dones de la vida), la libertad diabólica. Esa libertad odiaba el orden divino y blasfemaba de la ciudad celeste. El orden prohijado por el comunismo español no era analógico de Dios, sino que pretendía ser una construcción levantada sobre el pobre suelo de la materia, de la cual el hombre creíase dueño absoluto. El hombre creíase un Dios, dotado de un poder omnímodo, de una voluntad ilimitada, de una libertad sin freno; y por eso no podía aceptar otro Dios al que estuviese subordinado y a quien fuese necesario obedecer. Y entonces el comunismo maldijo a Dios y la libertad pura quiso asesinar a la libertad cristiana. Fue una lucha de dos libertades: de una libertad de rebeldía y de una libertad de servidumbre. 

El fracaso del comunismo español no ha significado la liquidación definitiva de las ambiciones rebeldes del hombre, no solamente porque el comunismo aún perdura con tremendo vigor en su país de origen, sino porque él no es más que la especie de un género, es decir, la manifestación más sincera y agresiva de un estado general del hombre. Si el hombre no hubiera olvidado su condición de creatura, es decir, si hubiera recordado siempre su origen y su destino sobrenaturales, extremos ambos en que está Dios creador, redentor y juez de la vida, no habría caído en la abyección en que ahora se debate. Porque entonces habría poseído conciencia de filialidad —lo que yo llamo “conciencia de creatura”—, y su voluntad de ser libre se hubiera conciliado con su deber de servir a Dios. 

Pero desde la Reforma se le viene inyectando el veneno de la libertad pura, y tanto ha oído estas palabras que ya no entiende lo que significa la Gracia, no quiere saber que el hombre nada bueno puede hacer sin la Gracia (“gratia Dei, sine qua nihil boni agere possumus”), y que Dios a cada momento le tiende la mano para evitar su perdición. Cree entonces el hombre que sus obras le pertenecen totalmente, que él es el único autor de su propio destino, que todo es obra de su libertad, el supremo de los dones de la vida. Esto es lo que llamo el “neopelagianismo”, una especie de comprobación en todos los órdenes de la vida material de la vieja herejía que exaltaba la libertad y rebajaba o negaba la obra de la Gracia. El mundo de la técnica y de las construcciones ciclópeas es el exponente del neopelagianismo actual, en cuanto diviniza al hombre y tiende a mostrar sus poderes ilimitados. 

Frente a la pretensión enloquecedora que lanza al hombre a competir ridículamente (pero también trágicamente) con Dios, despunta el alba de una nueva era. En la plenitud de esta nos será acaso dada la paz por la que suspiramos y gemimos en nuestra miseria presente. Es hora ya que se confiese la gran decepción del progreso indefinido y del gigantismo de las obras materiales. Toda esa grandeza ha significado para el hombre nada más que el infierno donde perece su felicidad. El mundo de la libertad pura está suspendido entre tinieblas impenetrables, sin atmósfera sobrenatural, hostil a la oración, rebelde a toda actitud filial, reacio a la santísima humildad, porque quien en él se humilla es aplastado. Este mundo implacable no quiere ser habitado sino por los triunfadores, por hombres de voluntad de hierro o sin condena moral, para quienes el amor al prójimo es un prejuicio de vencidos. 

Contra esta convicción satánica se levanta la conciencia de servidumbre que fluye de la idea del teocentrismo, de la idea de Dios puesta en el centro de la vida. Después de la dura experiencia contra Dios, la creatura humana se despierta de su pesadilla y abre los ojos a la luz del nuevo día que despunta. Pero para lograr la recuperación total de su alma anegada en las pasiones más feroces y mezquinas, necesita renunciar a su propio endiosamiento y doblar su frente hasta hundirla en el polvo de la humildad. Reconocerá, entonces, cuán falsa es la grandeza del mundo que ha forjado con el sudor, con la sangre y con el oro, y cómo todo eso es vanidad en frente de la bienaventuranza del espíritu, más allá del mundo de la materia signada por la fatalidad de la muerte. Cuando haya llegado la plenitud de esa hora, y cuando el hombre haya recuperado su conciencia de creatura, perdida en un proceso multisecular en que fue precipitado de error en error y de tiniebla en tiniebla, comprenderá entonces que su única actitud legítima en frente de Dios es la de servidumbre voluntaria, de obediencia libre. Y de que por la libre servidumbre al Creador, él, creatura racional, reinará sobre las cosas en la armonía del teocentrismo.

* Publicado en la revista Nueva Política, nro. 27, págs. 12-16, Buenos Aires, abril de 1943.

2* Véase, De Diligendo Deo, c. III (PL 40, 580); De doctrina christiana, L. 1, c. 32, n. 35 (PL 34, 32).

 3* Mons. Miguel de Andrea, véase “Los principios” de Córdoba, del 17 de junio de 1941. El concepto neopelagiano de la libertad fue reiterado por el mismo obispo en su discurso de Chicago, cuando dijo: “La libertad es el mayor don dado por Dios al hombre, después de la vida misma. Al igual que es sagrada la obligación de respetar la vida, es también obligación de respetar la libertad. El hombre tiene tanto derecho a una como a otra, porque le han sido dadas por el mismo Dios. Felizmente hay todavía muchos de nosotros en el mundo, para los cuales es menos importante sacrificar la vida para salvaguardar la libertad, desde que sin esta la vida no es digna de vivir”. “No hay doctrina que defienda más incondicionalmente (sic) a la libertad, que la prédica católica. Nos predica que sin libertad no puede haber santidad, que no puede haber santidad sin virtud, ni virtud sin mérito, ni mérito sin responsabilidad, que no puede haber responsabilidad sin libertad. El primer principio, por lo tanto, es el de la Libertad” (“Los Principios”, 3 de septiembre de 1942). Es increíble que un pastor de nuestra Iglesia se exprese en esta forma. Porque el decir que sin la libertad “la vida no es digna de vivir” equivale a una incitación al suicidio de todos aquellos a quienes la autoridad ha privado de la libertad por delitos cometidos en la vida de relación. Aparte de esto, como puede comprobarse, la Gracia no se menciona ni por asomo. Se creería leer una página de Pierre d’Ailly. Si se lee con atención el último párrafo transcripto, se advertirá la supresión deliberada de lo sobrenatural. Esto no es católico, esto es, genéricamente hablando, luteranismo puro. Agrava este error esencial el hecho de haberlo propalado a los cuatro vientos en un país substancialmente envenenado por el espíritu neopelagiano, o sea por la doctrina del self-made-man, del hombre que hace su propio destino, con prescindencia absoluta y sistemática de la Gracia.

4* Sobre el carácter secundario de la libertad, véase San Agustín, De libero arbitrio, cap. XIX, titulado: “Bona majus, minima et media, in mediis censetur libertas” (PL 32, 1267). Acerca de la santificación de la naturaleza libre del hombre, San Agustín, al explicar el texto famoso de San Pablo: “¡Infeliz yo hombre! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo Señor Nuestro”, dice: “Luego, no es la naturaleza (libre) seducida por el pecado y herida por el vicio la que desea al Redentor y al Salvador, ni la ciencia de la ley por la que se realiza el conocimiento de la concupiscencia, ni la evicción, quienes liberan del cuerpo de muerte, sino la gracia del Señor por Jesucristo Señor Nuestro”. (“Non ergo natura, quae sub peccato venumdata et vitio sauciata redemptorem salvatorem que desiderat, nec legis scientia per quam fit concupiscentiae cognitio, nec evictio, liberat a corpore martis hujus; sed gratia Domini per Jesum Christum Dominum nostrum”. (De Gestis Pelagii, c. VIII, PL 44, 332). Santo Tomás de Aquino, al explicar el mismo texto del Apóstol, dice: “Así, pues, no puede el hombre por sus propias fuerzas librarse de la corrupción del cuerpo, ni tampoco del alma, aun cuando consienta a la razón contra el pecado, sino sólo por la gracia de Cristo, de acuerdo a aquello que dice Juan VIII: Si os libertare el Hijo,

seréis realmente libres”. (“Non enim homo propiis viribus potest liberari a corporis corruptione, nec etiam animae, quamvis consentiat rationi contra peccatum, sed solum per gratiam Christi, secundum illud Ioan VIII: Si filius vos liberaverit, vere liberi eritis). (“Comm. in omnes S. Pauli epist”, I, 103, Marietti). 

Donde el obispo de Temnos pone la libertad, San Pablo, el doctor de Hipona y el doctor Común ponen la Gracia. Esta oposición radical nos confirma en que estamos ante un renacimiento efectivo de la doctrina de Pelagio. Monseñor de Andrea contra San Pablo, San Agustín y Santo Tomás de Aquino. ¡Qué lucha!

5* Así religiosos como laicos, lo mismo que en México. Forma contraste con esta actitud cristiana ante la muerte, el siguiente relato que encontramos en una publicación polaca: “Mons. Chlapowski se puso de rodillas con el rosario en sus manos. Hizo una breve oración; después bendijo con la señal de la Cruz a la multitud que le miraba y gritó: Polonia no ha muerto todavía. ¡Viva Francia! ¡Viva Inglaterra! No pudo seguir más… caía acribillado por las balas”. (“La persecución de la Iglesia Católica en Polonia bajo la ocupación germana”, Bs. As., 1942, pág. 124). Ni la Francia actual ni Inglaterra significan nada para la realeza de Cristo.

 

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