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El Espíritu Nacional*

El espíritu nacional*

Nimio de Anquín

 

Este es un momento crucial del espíritu argentino. No quiero decir que estén por producirse alzamientos o revoluciones que depongan un régimen e instituyan otro, pues ya sabemos que tales hechos pueden acaecer y dejarnos por dentro tan mal como antes. Me refiero al orden de lo histórico-viviente, a lo que podríamos llamar para limitarlo a nuestra necesidad más inmediata, el espíritu nacional. El espíritu nacional se manifiesta en las tradiciones, el idioma, la religión, la raza, todo ello ajustado en una unidad, que viene a ser para la nación lo que es la razón para el hombre, sin razón no hay persona y así también sin aquella unidad no hay nación. Puede haber un estado políticamente constituido, con la organización exigida por  el derecho público, y aun capaz de actuar con una cierta individualidad en el concierto internacional, pero si sus elementos no constituyen una “unidad viva” no habrá nación; le faltaría lo esencial, aquello por lo que se define un pueblo que es. La voz “nación” está fuertemente unida a la idea de vida, de actualidad, de entelequia.

Ejemplos típicos de estados sin espíritu nacional son Canadá y Australia. Exteriormente poseen la estructura de una individualidad internacional, pero carecen de vida propia, de fuerza entelequial. En realidad y propiamente no son naciones, sino pueblos, es decir, muchedumbres asociadas en un territorio bajo el imperio de una autoridad política extraña. Pueblos sojuzgados políticamente han sido educados en las ideas de servicio y de resignación. Su espíritu está muerto.

Hay otros pueblos próximos a sucumbir: aquellos sometidos al imperialismo económico. Las obligaciones y compromisos económicos también crean la idea de servicio, y a la larga la conciencia de resignación; son un factor de humillación de los estados pobres, engendran el complejo de inferioridad en que suele estar, por lo general, el deudor respecto al acreedor. Todos los estados centro-sudamericanos están dominados por el “complejo de la inferioridad del deudor”. En algunos nace ya la conciencia de esclavitud, que es de carácter político (moral), no económico. Pero ello nos advierte que por la dependencia económica se llega a la esclavitud política, la que significa la muerte del espíritu nacional (lo político está primero que lo económico, pero en nuestro caso su prioridad es de dignidad, no de tiempo). Felizmente, no es un proceso fatal, aunque casi lo es, porque la idea de servicio es ya un yugo puesto sobre la cerviz de los pueblos.

La Argentina goza de una efectiva soberanía política, pero económicamente está sojuzgada. No hay una municipalidad de provincia que no haya contratado empréstitos con la banca internacional. Además, viajamos en ferrocarriles y tranvías ingleses, en aeroplanos y automóviles yankis; el telégrafo, el teléfono y la luz eléctrica pertenecen a compañías que tienen su sede en Londres o Nueva York; judía es la explotación de la agricultura; inglesa la de la ganadería; yanki la gran parte del petróleo; alemana la de los cueros. Ni el aire, ni la tierra, ni el agua que nos circundan son nuestros, nada es nuestro, todo es del extraño en nuestra propia casa. El extranjero ha invadido nuestro hogar y se ha instalado en él como señor. Lo hemos acogido con un sentido loco de la hospitalidad, porque desde la escuela se nos ha repetido: “sed generosos con el extranjero, no le regateéis nada, dadle todo”.

En retribución nos ha traído algunas cosas, pero ¡a qué costo! Nos ha desalojado de nuestra casa, nos ha transformado en sus servidores. Ahora él es el amo de esta tierra en donde comenzó por ser mendigo. Y como amo que comenzó por mendigar, nos desprecia. Esto es lo más doloroso que hemos sentido en nuestro corazón de argentinos natos: el desprecio del extranjero. Pero hay algo peor todavía. ¿Cuál ha sido la reacción del argentino frente a esa actitud del extraño? Digámoslo sin reserva: se ha humillado. En vez de plantarse frente al intruso y reafirmarse como argentino, ha aceptado el desprecio y ocultado su argentinidad con todos los recursos posibles. Así va desapareciendo todo lo autóctono, lo que es nuestro y que nos da personalidad. Por la dependencia económica hemos sido llevados a la indignidad espiritual; un paso más y caeremos en la servidumbre política. Ya hay algunos miserables a quienes no repugna esta posibilidad.

¡Qué diferencia con las naciones fuertes! ¡Con qué orgullo el ciudadano medio de Alemania, Italia, Francia o Inglaterra se dice hijo de su patria! Así también esas naciones son impenetrables al espíritu extranjero. Siempre serán soberanos y grandes. Cuando un alemán dice: “ich bin deutsch” lo dice con la convicción de que Alemania es la primera nación del mundo: así se lo enseñaron desde la cuna. Y lo mismo el francés y demás ciudadanos de los grandes estados. ¡Inmenso y vivificante orgullo, signo patente de dignidad humana que alienta el alma gigante de un Ludendorff, inflamada en la locura del patriotismo! (Aunque su Dios alemán es una tontera).

Allí está presente el espíritu nacional, esa “unidad viva” a que nos hemos referido, unidad que no es una suma de individuos o de elementos, porque si así fuese, faltaría la unidad, pero que sí es lo histórico-viviente, ese impulso entelequial que alienta a los individuos de una nación con una cierta fuerza cósmica: llega, alcanza su plenitud y decae, pero deja signos de su paso. Cada pueblo en cada época vive ese espíritu. ¿Comenzaremos nosotros a vivir el “espíritu nacional” como manifestación de ese “espíritu objetivo” que cada pueblo experimenta? Lo creemos y, más que creer, lo deseamos.

Hay ciertas manifestaciones que permiten entrever la aurora con que sueñan los corazones argentinos. El movimiento de las nuevas generaciones por la consecución de una Argentina soberana es, quizás, si persevera, el prenuncio de una nueva conciencia, el renacimiento del espíritu nacional, soterrado durante ochenta años por la traición de los viejos.

Los filósofos de la historia llaman a toda época de plenitud, “Kairos”, en el que sobreviene una especie de irrupción de lo eterno en lo temporal y en que domina el espíritu profético. Es el momento en que se resuelve el destino, y por consiguiente el instante de la acción, pero de una acción más allá del tiempo, en la eternidad; como la flecha que se arroja para que nada la detenga, para que vuele eternamente.

Y no es teoría. Hay países que han llegado a esa época de plenitud, que han asistido o están asistiendo a la irrupción de la eternidad en el tiempo, y que despliegan su acción con ese sentido grandioso del espíritu profético. Son las naciones imperiales, es decir, aquellas cuya vitalidad acoge lo histórico y lo proyecta hacia el futuro.

¡Qué lejos parece todo eso de nosotros! Pero si no ha muerto el “espíritu nacional” podemos alimentar la fe en una Argentina futura que con fuerza volcánica irrumpirá en el tiempo para ser infinita y eterna.

 

 

* Publicado en el diario Crisol, Buenos Aires, pág. 17, del 1 de febrero de 1938.

 

 

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