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Platón, El Educador*

Platón, el Educador*

Nimio de Anquín

 

Vamos a dirigir una mirada hacia el pasado venerable que aún gravita —y gravitará siempre— sobre la cultura occidental, refiriéndonos a Platón, prototipo humano cuya presencia revitaliza el espíritu como un carisma que le sobreeleva por encima de lo accidental y contingente. Nos referimos —porque no será más que una referencia— a Platón el educador, conforme en la intención mínima con el libro clásico ya de Julio Stenzel, aunque sin atenernos necesariamente a sus esquemas, utilizados copiosamente por Jaeger en su Paideia. Participamos sin reatos de la devoción de estos dos ilustres filólogos clásicos por el semidivino personaje que se nos ofrece como tema de esta reflexión post-meridiana, y no porque nos sintamos desolados, sino porque lo eterno siempre reconforta aunque sea en su contemplación inaccesible.

En la literatura filosófica Platón es el creador de la forma de comunicación que se llamaría diálogo, cuya etimología es significativa porque equivale a “ir a través del logos”. En el sentido platónico no es más ni es menos, por eso, es decir, transitar por lo divino o por sus aledaños si más no se pudiera, y a fe que quien se aproximase a los escritos del mayor de los atenienses con otro espíritu, se despistaría fatalmente. La tradición presocrática es en buena parte poemática y cuando prosaica tiende a las formas gnómicas, pero no es dialogal, porque ni en la época arcaica ni en la pre-ática hay comunicación fuera de las fratrías en cuyo estrecho círculo se encerraba la palabra sapiencial. Por cierto que tal ocultamiento, deliberado o no, pero real, se relacionaba con circunstancias inevitables de diverso tipo, que imponían una iniciación saludable, sobre todo porque “al logos no lo entienden los humanos ni antes ni después de haber oído hablar de él”, según la sentencia monitora de Heráclito. Lo cierto es que inicialmente no se daba el diálogo como género dialéctico, sino solamente como conversación, y por ello la sabiduría presocrática adopta una forma de exposición sin interlocutor activo, que se estereotipa en el tratado o en el poema didáctico. La contemplación de la physis y sus procesos de generación y corrupción estimulaba esa forma de exposición conceptualizada impersonal, por la que a veces se lograban construcciones imponentes como en el caso Leucipo-Demócrito.

Una variante fundamental introdujeron los sofistas al promover la discusión viciosa, el ergotismo vanidoso y hasta la charlatanería desenfadada, pero que distrajeron la atención empecinada en la consideración de la naturaleza. Lo sofístico no solamente importó una distracción, sino que en el orden dialéctico significó un cambio: introdujo el arte suasorio o meramente persuasivo que solamente se hace posible por la rarefacción y atrofia del concepto del yo y de personalidad imperantes hasta su advenimiento, y su reemplazo por la pura individualidad. El espíritu presocrático había acreditado una gran autoconciencia, a la par de una fuerte inclinación comunitaria, pero ello fue afectado por el individualismo sofístico que desvirtúa la conciencia antropológica y atomizó la sociedad al iniciar a los ciudadanos en el solipsismo de la opinión. La reiterada práctica erística, solamente aportó de positivo el refinamiento de la gramática y el comienzo de la doctrina de la significación de los términos, pero quizá fuese también la mediación inevitable para el nacimiento del Socratismo, con el que se inicia la gran era del pensamiento ático.

Sócrates, como individuo histórico, es la perfecta expresión del espíritu ático, síntesis admirable de las calidades mejores de lo dorio y de lo jónico. En el Ática se dio la conciliación de estas dos fuerzas creadoras, del Norte y del Sur, de la naturaleza y del espíritu; y la prefiguración de este gran acontecimiento de la historia universal fue Sócrates, cuya presencia restituyó las virtudes perdidas y dio un sentido humano al hombre cuya conciencia se había cohibido bajo la presión de la sofística. Como dice con exactitud Stenzel (pág. 68), Sócrates distinguió dos tipos de saber: el del individuo, que en última instancia nada significa; y el auténtico y superior, por el cual el individuo asimila el espíritu y la energía de una fortísima realidad, a la cual se ordena, como si él mismo fuese consciente de seguir en una juridicidad inconmovible las leyes del Estado. Para que aquella voluntad superior pueda desplegarse eficazmente, será necesario eliminar del alma la apariencia de saber y la arrogancia o vanidad, mediante el examen y la contradicción. Esta conducta no implica ningún oscuro éxtasis místico, ni tampoco ningún divinal “entusiasmo”, sino el alumbramiento de las más auténticas energías racionales del alma autoconsciente. Aquí se inserta como factor decisional el llamado “logos socrático” que contribuye a destruir el individualismo antisocial de la sofística, compendiado en la sentencia de Protágoras, “el hombre es la medida de las cosas”. Según esta doctrina, el lenguaje es de cada uno, es la expresión de la propia individualidad y no importa el hallazgo de una intelección común: no es una forma de comunicación, sino de ex-posición de la propia subjetividad, lo cual equivale al aniquilamiento del lenguaje; si este no es un factor, o el factor preponderante, de comunicación, no será en rigor lenguaje, el cual debe servir menos para afirmar que para comprender en la comunidad de la comunicación. Aquí radica la esencia del lenguaje, que se manifiesta como el tránsito perdurable del alma al espíritu y del espíritu al alma y que religa así un individuo a otro, o sea que destruye la individualidad sofística, el solipsismo, y posibilita al mismo tiempo la aparición protagónica del yo como persona. Sócrates vio y practicó vivencialmente este papel del lenguaje; consideró al hombre individual, al alma individual como el punto de tránsito imprescindible, a través del cual se hacía efectiva la conciencia de la comunidad, si no ponía a esta ninguna resistencia irracional y armonizaba con sus imperativos superiores. De esta manera se explica el enorme significado del logos socrático, y su gravitación esencial en la formación del espíritu objetivo griego que a partir del filósofo comienza a constituirse y a fundir así definitivamente los dos nobles ingredientes de la gran nación occidental: lo dorio y lo jónico. Por fin el ÁTICA comenzaba a hallar su sentido racional y su expresión adecuada: comenzaba el siglo de Pericles.

Ya deambulaba por las calles de Atenas y concurría al ágora el joven aristócrata Platón, descendiente de Solón por línea materna y del viejo rey Codro por línea paterna. Vivió desde su adolescencia la transmutación político-social ocasionada por el logos socrático actuante en la comunidad ateniense, y experimentó acaso horrorizado el epílogo de la obra del maestro cuya muerte ingresó en la ejemplaridad histórica. Pero se sobrepuso a la injusticia y retomó con decisión inquebrantable el camino del Logos. Después de Sócrates ya no se podía pensar sino comunitariamente, es decir, según la comunicación de los espíritus, y la forma adecuada de pensar tiene su expresión en el diálogo. Pero el socratismo se quedó en el descubrimiento del diálogo (cuyos productos lógicos los recogió Aristóteles, como con razón lo señala Joel), mientras que el impulso constructivo y creador o, si se quiere, la parte vital pasó a Platón cuyo pensamiento genial en ningún momento dejó de apuntar a la comunidad. Toda la filosofía platónica es, a lo menos, de intención comunitaria aunque de hecho en su fin-final resulta el patrimonio de una minoría reducidísima. La reducción antropomórfica del sistema nos da la clave de su estructuración: a la cabeza responsable y directora corresponde la clase de los filósofos, al pecho la de los guerreros y al vientre la de los banausoí o artesanos, y el todo funcional representa al estado armónico y vivo. En este organismo hay un recambio constante entre sus partes, o sea un orden dialogal, en cuanto lo individual sirve al todo y el todo favorece al individuo, en donde se advierte la anulación definitiva del solipsismo sofístico que proclamaba al hombre medida de todas las cosas, y la exaltación simultánea y saludable del sentido socrático proyectado sapiencialmente a la comunidad. La asociación de lo dórico-aristocrático y de lo ateniense-democrático, pertenece a la esencia de la Polis griega y Platón pensó a menudo en este rasgo de su medio social-político. Consideró siempre la tradición democrática de la vieja ciudad griega, pero constantemente distinguió un concepto sofístico y un concepto socrático de la democracia. En la Rep. 562 b y ss., es la democracia y el hombre democrático la expresión de la individualidad ilimitada y del correspondiente concepto sofístico de libertad, que él rechaza. La individualidad ilimitada e insensible debe ser regulada por la justicia como virtud dórica o apolínea que evita el caos.

Se ha dicho en relación con la arquitectura griega, que “el templo dórico es como un drama sublime; el jónico es como un espectáculo alegre del libres fuerzas en juego”. Analógicamente, la República de Platón es una construcción predominantemente dórica con algunos matices jónicos, los necesarios para humanizarlos. Pero su sentido es profundamente comunitario, porque en definitiva la fuerza que la anima es la consecución del Bien, no para el individuo, sino para la Comunidad; aunque ocurra, por la naturaleza de las cosas, que el Bien sea inaccesible o accesible para muy pocos. Mas queda siempre como resultado positivo, la participación, aunque sea a distancia, de la luz del Sol del mundo ideal. Por ello puede afirmarse sin reservas que el sistema platónico está movido por el diálogo en sentido estricto, más allá del diálogo socrático que si fue comunitario y antisofístico como el platónico, no apuntó el Bien como finalidad última y definitiva; y por ello Sócrates no pudo exclamar como Platón en las Leyes IV, 716 c. que “no el hombre, sino la divinidad es la medida de las cosas”. Fue por ello el gran educador, el creador de la Paideia a la que imprimió un sentido cósmico del que dependían todos los seres humanos incluidos en la polis. Todo su sistema es una paideia, un sistema de enseñanza para la consecución del Bien. No es una construcción abstracta lograda por deducción dialéctica, sino un todo orgánico nacido de la convivencia y del que todos participan en una relación dialogal ininterrumpida y creadora. Ella reclama como condición elemental la execración del individualismo ligado a la democracia jónica, exacerbado por el solipsismo de los sofistas, y la institución de la democracia socrática comunitaria puesta bajo la subalternación del grave espíritu dórico, contrapeso inevitable de las libertades jónicas, acaso inficionadas por Dionisos menos que influidas por Minerva.

Hay en la obra platónica una prueba experimental de su intención filosófica educadora: es la Carta VII, cuya autenticidad es cuestionada pero no negada de una manera absoluta. De no ser apócrifa, debió escribirla Platón pasados los 65 años, fecha que coincide con su repatriación después de su tercer fracaso en la corte de Dionisio el joven, en Sicilia. Es un documento de interés anecdótico, pero sobre todo doctrinal porque en él narra el filósofo sus tentativas para dirigir al joven tirano para que gobernase de acuerdo a los principios platónicos. Dion, político de primera fila, acompañaba a Platón en estas tentativas, pero los resultados fueron negativos y ninguno de los tres viajes que arriesgó el filósofo reportó la mínima ventaja. Dionisio representaba el extremo opuesto al del individualismo sofístico, pero no el de la aristocracia doria, sino simplemente la tiranía al estado bruto. La oposición franca y abierta de Platón, no exenta de valentía, demuestra la humanidad del sistema político que él propiciaba con una firmeza congruente con su convicción. Las comunidades primitivas y aisladas de Sicilia eran insensibles a una vida institucional evolucionada, sin que bastase para iniciarlas en una convivencia racional, la presencia de las fratrías pitagóricas que en algunas ciudades como Tarento, regida por Arquitas, habían logrado un predominio político. Platón aprovecha las circunstancias de sus viajes para exponer en su carta el orden noético de la educación filosófica, no solamente “ad usum delphini”, sino en general, porque el itinerario de la iniciación es para todos. Una premisa de la concepción platónica es la declaración de que la filosofía debe ser intensamente vivida antes que estudiada, debe ser el punto de partida de un comercio tenaz y reiterado con la materia de este saber apetecido, hasta que súbitamente como la luz de una llama que se enciende, aquel saber surge en el alma y en lo sucesivo se alimenta de sí mismo. Y luego expone los grados del desarrollo noético: el primero es el nombre, el segundo la definición, el tercero la imagen representada, el cuarto el conocimiento. Para mayor claridad ejemplifica sus afirmaciones con un “círculo”, como cosa de que se habla y que lleva tal nombre; viene después la definición de ella, compuesta de nombres y verbos; en tercer lugar está la figura que se dibuja y que se borra a voluntad, accidente de que el círculo en sí está exento y del que dependen todas las imágenes porque el círculo es distinto de ellas; en cuarto lugar está el conocimiento, la intelección con la opinión verdadera relativa a sus objetos. Pero el conjunto de todo corresponde a un factor único que no reside ni en los sonidos ni en las figuras materiales, sino en el alma. Por eso es evidente que su naturaleza es diversa de la del círculo en sí y de los tres factores mencionados, mas por la intelección nos aproximamos a él, mientras que por los otros tres nos alejamos.

En esta exposición no hay mayor novedad en lo relativo a los grados del saber descriptos, que corresponden a la enseñanza general del filósofo en sus obras y temáticas, salvo lo de la luz súbita, que pareciera referirse a una intuición intelectual y ligeramente numinosa. El interés del pasaje está en que se lo incluye en un programa político como es la Carta VII, pequeño “espejo de príncipes” escrita con gran vitalidad y sostenida pasión. Nada prueba con mayor fuerza el carácter comunitario de la filosofía platónica que este documento singular, que patentiza con sinceridad irrecusable que el Bien perseguido no era una abstracción como el motor inmóvil o el acto puro separado e inaccesible en su divino retraimiento, sino una finalidad concreta, es claro que proporcionalmente situada de acuerdo a la voluntad e inteligencia de cada uno. Y este carácter de concretidad y de posible logro súbito, no afectaba a su divina esencia que aunque situada en el mundo ideal no aniquilaba la esperanza de una participación.

Vemos aquí la voluntad educadora de Platón, que sostiene indeclinablemente todo su filosofar, dirigido con generosidad infinita a la comunidad poliándrica. Por ello el platonismo no es una escuela cerrada dedicada a la especulación pura (ni tampoco la excluye, porque los filósofos son en su intimidad cenobítica a veces verdaderos contemplantes, como aquellos admirables sujetos de que habla el Teeteto, 173 e, cuyo pensamiento se extiende a las profundidades de la tierra y a los abismos del cielo, geoometrousa kaí astronomousa), sino abierta al interés comunitario, ganoso por ejercitar una docencia que sobreeleve este mundo a la ejemplaridad de las Formas ritmadas por el Bien.

* Publicado en Lugones. Revista de la Secretaría Ministerio de Educación y Cultura de la Provincia de Córdoba, Córdoba, Año I, nro. 1, págs. 71-76, 1968.

2* Julius Stenzel, “Plato der Erzieher”. Mit einer Einführung von Konrad Gaiser. Hamburg, 1961.

3* Wilhelm Worringer, “Formprobleme der Gotik”, München, 1927, pág. 67.

4* La problemática de los diálogos platónicos y de la presencia socrática en ellos es muy compleja. Consúltese Stenzel op. cit. y además A. E. Taylor: “Plato, the man and his work”, London 1952 y Joseph Moreau: “La construction de l’idealisme platonicien”, Paris, 1939.

 

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