
La crisis del patriotismo*
Nimio de Anquín
Comencemos por la definición del patriotismo. No es difícil: es simplemente el amor a la patria, o sea, el amor a los padres y a la tierra de los padres, pues patria viene de “pater”. La etimología latina de esta palabra es la siguiente: “pater” no es el progenitor, pues a este se le llama generalmente “parens” como sujeto de la paternidad física, sino es el padre en el sentido social, el “dominus”, el “pater familias” o, como diríamos nosotros en castellano, es el señor de la familia, el hombre que es uno de los representantes de la serie de las generaciones. En este sentido, los romanos hablaban de “patres” como término expresivo de respeto aplicable tanto a los dioses como a los padres, por ejemplo: Iupiter “pater omnipotens”, “pater conscripti”, “patres” (de donde viene “patricius”), etc. De aquí procede el adjetivo “patrius” (patrio) y la voz patria tal como nosotros la usamos.
Pero patria no solamente lleva consigo el significado generacional y de dominio, sino también incluye una connotación de lugar o terránea. Patria, pues, significa la sangre generacional y la tierra donde se aposentaron las generaciones que la poseyeron y la dominaron como señores. Por eso digo que patriotismo es el amor a la patria, o sea el amor a la tierra de los padres, en cuanto esa tierra fue poseída y adueñada por los “patres”, no por los “parentes” (progenitores). Un “parens”, un progenitor, lo han tenido todos; pero un “pater” lo han tenido solamente algunos. Sin patria no puede haber patriotismo, pero tampoco puede serlo sin la tierra, pues el señorío, el dominio, se ejercita sobre el fundamento de la tierra. Por ello la tierra en esta relación es fundante, es aquello donde las generaciones patricias permanecen y se continúan. Y no cualquier tierra, sino aquella que los padres conquistaron con la espada y regaron con su sangre y el sudor de su trabajo, para que la nación creciera sobre ella como sobre un fundamento. Estos dos elementos que dan razón al patriotismo van asociados en tan estrecha relación como que donde uno de ellos está ausente no se explica el otro. Un señorío sin tierra es un poder en el vacío y una tierra sin señores es “tierra de nadie”.
Las naciones nómades no son naciones de señores, sino son simples pueblos sin la capacidad de dominio. La historia del pueblo judío, por ejemplo, es la historia de la porfiada busca de un fundamento terráneo, “la tierra prometida”. Las vicisitudes sufridas por el pueblo judío a través de su dolorosa historia es, en realidad, el sacrificio exigido por la conquista de la tierra sobre la cual pueda ejercerse el señorío de sus “parentes”, que hasta entonces no habrían sido en realidad “patres” sino por accidente, por ejemplo en la época macabea. La genealogía judía es por ello hierática, con un fundamento extrahumano, que luego se transforma en expectación del futuro, después (debido a la conciencia desdichada) en apocalíptica y, al final, en los tiempos actuales, al lograr la conquista de la tierra prometida, se seculariza en la “Eretz Israel” (tierra de Israel), versión laica de la milenaria Malkuth Yahwé (la ciudad de Dios) que alimentó los sueños del judaísmo ortodoxo en los años de infortunio. Si los judíos logran retener su tierra podrán ahora, recién, hablar de patria y de patriotismo.
Los judíos que no hallaban el fundamento terráneo en este mundo hostil lo sustituyeron por una razón celeste y lo transfirieron más allá de las nubes. La Malkuth Yahwé suplía, en el allende de la esperanza mesiánica, la ausencia de la tierra que negaba reiteradamente un hábitat a la plebe israelita. Mas, apenas la porfiada y admirable voluntad judía logró completar su sueño milenario, la “civitas Dei” perdió su sentido místico-religioso-mesiánico y se transformó en la simple y positiva “Eretz Israel”, la “tierra de Israel”, defendida no por Yahwé y los profetas, sino por los cañones y los tanques. La energía de la fundamentación del Estado de Israel sobre la base del trabajo y del poder bélico, acrecentado con decisión inquebrantable, aparece como el propósito de construir sobre la tierra lo que antes se situó en los cielos, y de suplir la salmodia de los mitos con la efectividad de un esfuerzo humano en el mundo de la realidad concreta. Por ello el judío, “en su tierra”, puede ahora invocar el patriotismo judío como cualquier otra nación con “patres” y en cuanto tal es respetable. Pero el judío fuera de su tierra, cobijado en una tradición religiosa muerta y disimulado en una nacionalidad que no le pertenece, es vitando y repulsivo.
Desde la constitución de la “Eretz Israel”, el judaísmo ha dejado de ser una religión (la religión de Malkuth Yahwé), para transformarse en una nacionalidad. Ese es el precio de la consecución de la tierra prometida, precio cuyo monto juzgará cada uno de acuerdo a su convicción religiosa. El judaísmo es ahora un pueblo como todos los demás que han conseguido constituirse en Estados soberanos, con iguales derechos e igual jerarquía internacional. Pero con esta conquista, que no hay por qué mirar con malos ojos, termina también la leyenda del “pueblo elegido”, la carga más onerosa que agobia a la tradición cristiana. El “pueblo elegido” tenía un fin teológico y mesiánico y su reino no era de este mundo, por lo menos en la normalidad de las relaciones políticas internacionales. En cambio ahora, en cuanto simple tierra de Israel, tiene un fin temporal político secular, con límites geográficos determinados como cualquier Estado de derecho público. Su estatuto legal es la ley positiva y humana, no la Ley sinaítica o talmúdica. Por eso, el hablar ahora de la conversión de los judíos no tiene sentido, así como no lo tendría el hablar de la conversión de los argentinos o de los uruguayos al cristianismo. Equivaldría a pasar de un género a otro, o sea del género político al género religioso.
De aquí sacamos inmediatamente la conclusión de que para que se den los dos elementos constitutivos del patriotismo, el amor a los padres y a la tierra de los padres, es necesario que el Estado sobre el que se ejercita el amor sea de este mundo, sea secular y humano. Por ello, el Estado pagano es el que concita más el amor de sus hijos, cuya devoción llega sin esfuerzo hasta el sacrificio por el bien común nacional. Pero si este amor se proyecta a otro mundo, inmediatamente languidece al perder su objeto, concretidad, precisión y claridad, idealizándose en sentimientos de confusa y problemática realización. El mayor o menor vigor del patriotismo es una cuestión de finalidad, y mientras esta es más precisa y positiva, es aquel más enérgico y firme.
Para que la finalidad sea realmente apetecible y opere como causa, el Estado debe ofrecer a los ciudadanos tres estímulos de su amor: grandeza, poder y gloria. Un Estado que no aspira a ser grande, en el sentido material y espiritual, será una entidad mediatizada que en la política internacional no gravitará mayormente y caerá a la larga o a la corta en la órbita de los Estados hegemónicos. Casi la totalidad de los Estados sudcentroamericanos han carecido del espíritu de grandeza, pues primero el complejo colonialista, y ahora la educación democrática, les han roto la espina dorsal y los han predispuesto a la servidumbre. Yo he escrito en “Mito y política”, y ahora lo ratifico, que en Sudcentroamérica la democracia es el opio con que se embota la conciencia política del pueblo para lograr su mediatización. Y la última experiencia, que aún dura nuestro país, me ha dado la razón, pues ¿de qué y para qué ha servido el giro democrático impuesto a la vida total de nuestra patria, si no es para ser factible en forma intensiva y rápida su mediatización y subyugamiento al poder de Estados Unidos de Norteamérica? ¿Cuándo se ha hablado más de las excelencias de la democracia que ahora, cuando precisamente es más real y escandalosa la entrega del país a los Estados imperialistas? Nuestro país tuvo un momento en su historia en que gozó de la conciencia de grandeza, cuando el ejército sanmartiniano cruzó la Cordillera, arrolló a los españoles en Chile y plantó su bandera en Lima. Después hemos vivido de recuerdos, aunque vigorizados alguna vez como en la época de Rosas, cuando enfrentamos a las potencias extranjeras. Hemos mantenido, sin embargo, la conciencia de hegemonía en relación a Sudcentroamérica hasta el derrumbe del 55, en que el espíritu nacional se quebró súbitamente al recibir la inyección suicida del opio democrático, que ha desarticulado todo: al pueblo, al sacerdocio, a la enseñanza y a las fuerzas armadas. Nuestro país, con el espíritu casi destruido, ha entrado en la órbita de los Estados mediatizados y sin soberanía, es decir, sin espíritu de grandeza, con una resignación muy vecina a la servidumbre. Simultáneamente el patriciado (los “patres”), democratizado también, ha desaparecido como por ensalmo. Y me refiero al patriciado auténtico, al identificado con la patria, no a los “clubmen” pseudoaristocráticos y rastacueros, que nada tienen que ver con aquel. La conciencia de grandeza argentina (es cierto que a veces caricaturizada por una megalomanía ingenua), se ha transformado ahora en el acoquinamiento y en la humillación frente a los países anglosajones.
Si carecemos de grandeza tampoco podemos arrogarnos ningún poder, pues ¿qué arma puede esgrimir el brazo exangüe o anquilosado de un pueblo al que manos criminales le inyectaron dosis masivas de opio democrático? El gallardo espíritu argentino de otrora es hoy apenas un tímido aliento de supervivencia física. Somos ahora “uno” de los miembros de la OEA y “uno” de los elementos de la fuerza del Atlántico sur, con presidentes y jefes designados en Washington. Con triste y humillante resignación, nuestros diplomáticos y nuestros jefes de las fuerzas armadas acatan (ellos dicen, con un eufemismo, que “colaboran”) las órdenes e instrucciones de los déspotas del Norte. Y sin grandeza y sin poder no podemos ya arrogarnos ninguna gloria, porque las glorias pasadas de nuestra historia en vez de enorgullecernos nos humillan, al poner en evidencia nuestra traición al legado de los “patres”, que dominaron esta tierra con su espada y la regaron con su sangre y el sudor de su trabajo, para entregárnosla grande, poderosa y gloriosamente soberana.
No podemos, pues, extrañarnos de la crisis del patriotismo que, para decirlo con franqueza, es un sentimiento de orgullo, porque el amor patrio suscita el orgullo de pertenecer a un Estado grande, poderoso y glorioso. De una patria así pudo escribir Cicerón: “res eae quas gessimus orbis terrae regionibus definiuntur” (nuestra gesta no tienen más límites que los de la misma tierra); y Virgilio estampar en su Eneida el enfático: “tu regere imperio populos, Romane, memento” (tú, Romano, regir debes ahora el mundo); y el mismo Cicerón afirmar en “De Rep.” que: “scilicet principem civitatis gloria esse alendum” (que la gloria es el alimento de los príncipes). He allí tres testimonios que nos ofrece la Antigüedad de la conciencia histórica de grandeza, poder y gloria, que aseguran una finalidad concreta, humana y secular, a la devoción patriótica. Pero solamente la Antigüedad pagana puede ofrecernos tales testimonios en su pureza secular, porque la autenticidad del patriotismo como amor a los padres y a la tierra de los padres, en donde son supuestos el poder, la grandeza, la gloria y el orgullo, únicamente halla suelo germinal en el mundo del aquende, en este mundo de los hombres “hijos de la tierra”.
Toda proyección de la finalidad del Estado político más allá de lo temporal o de lo singular-inmediato, debilita el patriotismo, al proyectarlo simultáneamente o hacia una patria eterna, o hacia un ideal universal que lo asume. Como lo demuestra el ejemplo del pueblo judío, que permaneció en el nomadismo mientras persiguió un ideal celeste, solamente la limitación terránea ofrece posibilidades al patriotismo en su pureza más o menos radical. Igualmente, la incorporación de los Estados pequeños débiles a una totalidad política omnipotente, de necesidad hace languidecer y aun morir el patriotismo, como acaece con las repúblicas sudcentroamericanas, aplastadas por el implacable Leviatán del Norte.
La exaltación del patriotismo es posible con eficacia segura, cuando se acrecienta en los pueblos la conciencia de secularidad, si no en oposición con la de eternidad, por lo menos con prescindencia mayor o menor de ella. El maquiavelismo, y en general todos los sistemas políticos adictos a la “razón de Estado”, propician con claridad diversa, pero uniformemente, la secularidad de la política. Desde el autor de “Il Principe” hasta Eisenhower y Kruschev, el incremento de su concepción patriótica se cumple con mengua progresiva del ideal trascendente cristiano, dirigido a la Patria Celeste. El patriotismo de los pueblos cristianos —en el supuesto de que los haya hoy— es doble y escindido: una mitad es para el Estado temporal y la otra para la Patria eterna. La escisión torna débil temporalmente ese sentimiento y por ello los pueblos cristianos, para quienes su reino “no es de este mundo”, no ofrecen un campo propicio al patriotismo exaltado. Cuando se posee profundamente esta convicción religiosa, justificado está, no el doblegar la cabeza como un esclavo ante el déspota de “este mundo”, pero sí recibir su presencia con la serenidad y resignación de quien se sabe ciudadano del Reino divino y eterno. En esta proporción, el Cristianismo es una religión de abandono. No es posible concebir un Estado cristiano con grandeza, poder y gloria temporales que susciten el orgullo de sus hijos.
Pero en el caso argentino no es la profundidad y autenticidad de la vida cristiana lo que ha destruido la conciencia de patriotismo, pues es evidente la superficialidad religiosa y el sensualismo insaciable de esta desdichada nación, cuya vida es en realidad pagana, aunque revestida de un barniz farisaico de religiosidad. Aquí no hay nadie que se muestre dispuesto al martirio por amor a Dios y a su Iglesia. Nosotros los argentinos nos movemos hoy en la esfera de la temporalidad bruta, y en ese dominio terrestre hemos perdido la batalla: el patriotismo, el amor a los padres y a la tierra de los padres, agoniza en el sombrío crepúsculo democrático, creado y fomentado con empeño por una ralea de traidores.
* Publicado en el periódico Azul y Blanco, Buenos Aires, pág. 3, del 5 de mayo de 1959.